El tiempo recobrado.
La segunda película de Rodrigo Moreno se las arregla para encontrar un tono que se extrañaba y que parecía definitivamente perdido en el panorama del cine argentino reciente. Boris, su personaje principal, parece tocado por la gracia de la fábula y el dejo de un humor desencantado que podría provenir de un planeta lejano, más que nada si no fuera porque su figura, empeñada a la fuerza en la pasión de la supervivencia, se desliza entre las señas de un paisaje urbano reconocible. Al tipo acaba de dejarlo su novia y no le queda otra que el abismo de un tiempo vacío: una soledad desconcertante que intenta llenarse con vagabundeos y con acciones súbitas como comprarse un auto, embarcarse en coléricos ejercicios de gimnasia con un cigarrillo en la boca, adquirir gustos de lectura disparatados en librerías de viejo o toparse a cada rato con desconocidos que adquieren enseguida un aire de familia, acaso empujados también por la urgencia de una incertidumbre que no alcanza a nombrarse.
Al revés que en El custodio, Moreno prescinde en esta oportunidad del menor atisbo de sordidez y violencia contenida. En vez de ello, se dedica a filmar largas escenas de las que se desprende un placer cinematográfico inusual. Su personaje no está condenado, ni sufre heridas que no puede exhibir, ni aparenta padecer tara alguna como no sea una amable torpeza corporal: Boris está cincelado de modo evidente por los signos de la deriva propios del cine moderno, pero la película tiene la nobleza suficiente como para no negarle el don de una felicidad que se vive sin estridencias en una especie de presente continuo. Un mundo misterioso tiene raptos de comedia absurda –imperdible la escena de las recomendaciones literarias en la librería y la del juego de los nombres en la fiesta, por ejemplo –que se suman a los breves guiños rockeros, explícitos mediante la presencia de Rosario Bléfari en el elenco y el simpático cameo de Juan Ravioli. También, hay momentos en los que el director se permite cambiar el tono de manera imperceptible, como en la larga secuencia del taller mecánico, un verdadero prodigio de calidez y misterio (gran intervención allí de Hernán de Silva, el que hacía del padre en Ocio) que parece construido a contramano de la carga de tensión latente que recorría de punta a punta la película anterior de Moreno. Con un sorpresivo movimiento de cámara mediante el que se encuadra un tocadiscos -del que sale la voz nada menos que de Gardel cantando en francés -, el director encuentra el perfecto corolario para una película cuya sofisticación está siempre a la altura de sus distraídos aires de elegancia y de su secreta y rotunda ambición.