Postales vacías.
Exhibida en el Festival de Berlín y en el último BAFICI, Un Mundo Misterioso, la segunda película de Rodrigo Moreno, implicaba en la previa una examen considerable para el director, cuya opera prima El Custodio se había destacado principalmente por la impecable performance de Julio Chávez. La cuestión era comprobar hasta dónde podían llegar las aspiraciones de Moreno sin contar con semejante protagónico. El resultado final en este caso no repite el éxito de aquel debut, sino que parece reposar en una cómoda abulia.
Boris (Esteban Bigliardi) convive junto a su novia Ana (Cecilia Rainero) en el departamento de ella. Un día recibe ese ultimátum tan famoso como incomprensible: “Necesito tiempo”. De repente, su vida se vacía de todo contenido. Los días de un verano agobiante pasan sin más. Librado a su suerte, pateando la ciudad de un lado a otro sin rumbo determinado, Boris fuma, se instala en un hotel de pasajeros y compra un viejo automóvil soviético medio destartalado. Mientras maneja en medio de la ruta, el coche se le pianta. Una vez en la ciudad, va a la librería de usados en busca de algún best seller barato de los que devora para matar el tiempo y se encuentra con unos conocidos que lo invitan a una fiesta. Esa noche termina a los besos con una chica. Anotación de celular mediante, quedan en encontrarse en Uruguay. Obviamente eso tampoco llegará a buen puerto. “¿Por qué no paramos con esta actuación y volvemos a estar juntos?” le plantea Boris a Ana durante un breve encuentro en un bar. El problema es que él no sabe actuar de otra manera. Persigue mujeres desconocidas por la calle para recuperar aquello que tuvo y ya no tiene. No entiende lo que le pasa, no entiende el nuevo mundo que lo rodea ni se esfuerza por hacerlo.
El film se va vaciando de contenido paralelamente a la vida de Boris. Pronto todo se convierte en una sucesión de tiempos muertos. Hasta la cámara parece aburrirse del andar errante del personaje, ya que por momentos se cuelga en la observación de los extraños y los objetos. Si hay algo que Un Mundo Misterioso ilustra con éxito es el absurdo panorama de una vida de treinta y pico subsumida en el divague y el sinsentido. “Al final no pasa nada. ¿Por qué tendría que pasar algo?” le pregunta retóricamente el vendedor de la librería a Boris acerca de la resolución del libro que este está por comprar. De conocer mejor a su cliente, tal observación no hubiera sido necesaria.
La propuesta de Moreno sufre por una flaqueza demasiado notoria como para ser ignorada: su duración. La última media hora es un bloque de imagen tiempo gris y sin matices. En esta instancia el relato podría terminar en medio de un diálogo o continuar por horas, sin registrarse el más mínimo cambio. En la última escena Boris cae en lo de Ana justo cuando ella está por escuchar un disco de Gardel. El cuadro se fija en el tocadiscos, y así se quedará hasta el final de la canción (y del film). ¿Volverán a ser pareja? Imposible saberlo. Lo cierto es que si ese tiempo de ruptura en que consiste Un Mundo Misterioso le podía servir a su protagonista para evolucionar o madurar, esta oportunidad fue desaprovechada por completo. ¿Era necesario extenderse por casi dos horas para dar cuenta de ello?.