Terror, suspenso y una elevada cuota de sadismo son los principales elementos en los que el director Eduardo Spagnuolo se basó para esta historia que tiene como principal protagonista a Patricio Podestá, un exitoso hombre de televisión cuya vida se ve trucada cuando, al tomar con su auto un camino equivocado, es asaltado por un encapuchado. El delincuente lo reconoce y en lugar de robarle, lo veja impiadosamente. Desde ese momento esa máscara sonriente que ocultaba el rostro del ladrón persigue sin cesar a Patricio, quien al mismo tiempo se convierte en eje de un conductor de chismes televisivos que hurga en los pliegues de su vida y parece descubrir su más íntimo secreto. La víctima del delito, ya casi al borde de la locura, se encierra en un búnker tecnológico que le ofrece la empresa para la que trabaja y Patricio cree estar en un mundo seguro, sin interferencias humanas, pero todo a su alrededor se convierte en una pesadilla en la que el alcohol y las drogas le servirán para tratar de salir de ese pesadillesco micromundo.
El film cae en la permanente exageración, en un entramado que por momentos se hace muy difícil de seguir y en una serie de situaciones alucinantes que ponen al protagonista -un esforzado trabajo de Carlos Belloso- en la obligación de representar a un individuo muy poco creíble. También los personajes que lo rodean caen mucho más en la caricatura que en la dramaticidad, ya que tanto la actuación de Antonio Birabent como la de Carla Crespo no logran apoyar esta historia bizarra que pretende acudir a lo terrorífico pero que apenas se sostiene sobre la base de una intención que pocas veces consigue atrapar al espectador.
Poco es lo que queda para rescatar de esta alocada aventura, y ese poco se da en la buena fotografía y en una música que le otorga el adecuado clima al relato. Lo que no es mucho para que el film interese como ejemplo de ese horror que la cinematografía norteamericana realizó, dentro de la clase B, durante muchos años.