No puede decirse que el comienzo de Un nuevo despertar sea deshonesto: la película arranca con un Al Pacino más amanerado que nunca, haciendo a un actor (sobreactuación al cuadrado) que ensaya las líneas de una obra de Shakespeare en su camarín. Si ese comienzo, con su catarata de gestos, con su impostación, con la forma exagerada en la que se recitan el texto mientras se pone cara de loco, no termina de espantar definitivamente al espectador, eso significa que ya se pasó alguna clase de prueba y que se está listo para ver lo que sigue. No se trata de dictaminar que la interpretación de Pacino sea mala, sino de saber si la sensibilidad de uno puede tolerar esa autoconciencia: la película diseña un sistema propio que se ajusta al método de su protagonista, por lo que el tiempo que resta de metraje vamos a ver mucho más de eso. La puesta de Barry Levinson es igualmente aparatosa y no para de señalarse a sí misma, como ocurre durante la sesión de terapia grupal a la que asiste Simon Axler (Pacino): el tipo se queda callado varias veces, otea el horizonte con cara de haberse perdido para siempre, se acomoda suave pero visiblemente el pelo grasoso (el gesto es lento, para que se note), habla entrecortado como todas esas criaturas del mal teatro y el mal cine que adoptan para sí mismos un aire trágico. La imagen hace su parte: el plano es reposado pero se mueve, no al punto de temblar, pero sí lo suficiente como para que el espectador perciba el desplazamiento; en un momento, vira hacia una composición extraña (Al Pacino mira hacia la izquierda pero el espacio libre del encuadre está a la derecha) que indica gruesamente que el protagonista está mal, que su vida está sumida en un desorden incorregible, que Axler se encuentra fuera de sí. Esa escena, igual que al comienzo, parece poner a prueba nuestro umbral de tolerancia al ridículo involuntario, porque no es que el director se esté riendo de su protagonista, sino que todo el asunto cobra cierta gravedad: si hay algún resto de comedia ahí, se trata de fragmentos de comedia negra, ese humor impiadoso que se burla de problemas serios. Digo fragmentos porque esa clase de comedia suele demandar algún tipo de explosión, de risa desatada sobre las pobres víctimas de ocasión, cosa a la que Levinson jamás llega. Lo suyo es una especie de mezcolanza entre un tono enrarecido con dejos al ya mencionado humor negro con thriller, sátira y absurdo (la mujer que se transforma en hombre para seguir gustándole a su amada, ahora con nuevas inclinaciones hétero). En el medio hay una historia de amor que funciona básicamente gracias a la frescura y el encanto de Greta Gerwig, que acá está bastante más misteriosa de lo habitual; su personaje es el único que puede sugerir secretos y segundas intenciones sin necesidad de sobreactuar.
Axler está cada vez más sacado, pero Al Pacino no pareciera entender bien la locura y, para compensarlo, incrementa su arsenal de gestos, tics y miradas hacia la nada. El relato sobre un actor que no puede actuar, pero que igual debe hacerlo, termina siendo en realidad una especie de tratado un poco pomposo sobre lo que Al Pacino cree que es el teatro y el ponerle el cuerpo a un personaje, solo que acá le falta la gracia y la ligereza de Buscando a Ricardo III.
El final termina de manera predecible, con una resolución que está a mitad de camino entre El cisne negro y Birdman, jugando a la ambigüedad con el tema que la película machacó la mayor parte del tiempo: la confusión entre realidad y ficción, entre actuar y ser uno mismo, entre la vida y el teatro y todo eso. La cosa es bastante bochornosa, como parece comprenderlo bien Greta, que abandona raudamente el relato unos minutos antes del cierre, demostrando de paso que su umbral de tolerancia no era tan alto como el nuestro.