La última película de ese creador de mundos un poco abúlicos y cargados de color que es Wes Anderson, cuenta la historia de una fuga: La de dos chicos (melancólicos y solitarios, ellos) que se enamoran tras un breve encuentro en una obra de teatro y que, por medio de una larga correspondencia, deciden dejar atrás todo (todo menos los libros, un disco y el gato) huir juntos y empezar de cero. Pero Un reino bajo la luna habla también un poco de la fuga que nos da todo aquello que sea fantástico. De todo aquello por lo que vamos al cine.
Ya desde el comienzo, cuando se nos presenta la casa de Suzie (la niña adulta que se escapa) con la guía de orquesta para jóvenes de Benjamin Britten de fondo, desmenuzando instrumento por instrumento la orquesta, al mismo tiempo que vemos las habitaciones de una casa que bien podría ser la de Stacy Malibu, somos consientes del artificio reinante. Y ese artificio híper organizado en el que la árida realidad no tiene lugar, nos recibe con calidez, así como los libros de aventuras y reinos lejanos que Suzie roba de la biblioteca, le brindan a ella confort y la evaden de su hastío cotidiano. Es que en este universo, bastante parecido a una maqueta de juguete, con boys scouts uniformados, carpas alineadas y autoridades caricaturescas, todos buscan, aunque de diferente manera, escapar de la apatía imperante.
Así como Sam huye de su orfandad y de su impopularidad en el campamento, Suzie lo hace de su familia y del tedio. Ella le dice en un momento que desearía ser huérfana, a lo que él le responde que la ama, pero que no tiene la menor idea de lo que está hablando. Cada uno carga con diferentes soledades, y la acción, lanzarse a la aventura, parece ser el único camino posible. Porque la aventura acá está en los que se fugan, pero también en los que los que persiguen. Tanto los padres de Suzie (con sus problemas de violencia e infidelidad), como el policía triste y solitario que interpreta Bruce Willis, o el líder boy scout al que se le escapan todos los chicos que es Edward Norton, se vuelven un poco heroicos en la odisea. El saber y el poder ya no son abstractos y fútiles sino que sirven para salvar vidas: el boy scout crecido y un poco tontón, puede entrar en una casa en llamas y rescatar a un hombre, los abogados que recitan leyes de manera vacía pueden ahora usarlas para cambiar el destino poco prometedor de un niño. Es la acción la que los saca de su sopor cotidiano y les permite ser nobles.
Wes Anderson inventa un reino lleno de nostalgia por cosas que probablemente nunca hayamos vivido. Una utopía en donde te puede caer un rayo en la cabeza y todo va a estar bien. Un mundo de juguete en el que nos invita a vivir por un rato, pero del que, como los invitados maleducados que somos, no nos queremos ir.