EL AMOR A LA AVENTURA
Las historias que merecen ser contadas
Básicamente, todo se reduce a miradas. Miradas que interactúan entre sí. Miradas que dan forma. El cine es la interacción de estas miradas- de tres miradas. Por un lado, la del autor, la de la cámara. Es la mirada magna, la que obliga, la que recorta caprichosamente y reduce un abánico infinito de colores, texturas, refracciones, profundidades y sensaciones a una limitadísima imagen plana y bidimensional (o dos superpuestas de manera desfasada, en el caso del cine en 3D) demarcada por un recuadro proporcional a quién sabe qué y dependiente de mecanismos ópticos y digitales- la cámara, el proyector y todo lo que sucede entre ambos- encargados de manosear, pervertir y trastocar cada detalle de la misma hasta llegar a un resultado que, paradójicamente, vemos y traducimos en vivencia. Esta traducción responde a la segunda mirada, la del espectador. Un hombrecito que observa a esta pantalla (es hipnotismo), se sumerge en ella y en sí mismo- porque el cine nunca deja de ser un diálogo con uno mismo- y genera una realidad que no resulta objetiva pero sí innegable. Lo que vemos no es real, es ficticio, es farsa, pero lo que genera es real. Es en este pasaje, en esta traducción de lo ficticio a lo real, en donde radica el fascinante mecanismo del cine (y, extensivamente, del arte): comprime lo real, lo convierte en un mensaje cifrado con claves que (ya) radican en el inconsciente colectivo, y, a través de nosotros, ignotos y excelsos traductores, se genera una síntesis. Una síntesis a partir de un lenguaje (en este caso el lenguaje cinematográfico) que conocemos sin saberlo. Y aquí es en donde entra en juego la tercera mirada: la propia de la creación. Según Umberto Eco, la instancia de la obra es indiscutible. Su mirada- su discurso- es tan potente como la del autor o la del receptor. Así, el fenómeno artístico no consta de dos sino de tres instancias. La obra artística responde a sus propias reglas, a su propio mundo, más allá de haber sido creada por uno o varios autores y recreada incontables veces por incontables espectadores. El arte es recreativo, es regeneración constante, de ahí su pregnancia, su vitalidad (su inmortalidad): toda obra tiene un discurso propio. Esta tercera instancia da razón de una entidad que trasciende a la de la interpretación. O, mejor dicho, que limita a la interpretación a un espectro muy determinado.
Kara Hayward y Jared Gilman en sus roles de Suzy y Sam.
Un reino bajo la luna es, justamente, un ejemplo de universo propio, de mundo acotado y recreado según sus propias reglas, sus propias leyes. Su particular y única estética es el nexo para con el espectador, su lenguaje formal es la aplicación de una ética a sus elementos. Los primeros momentos del film funcionan como explicación de todo esto: se trata de tres secuencias planteadas- siguiendo exactamente el mismo criterio que la composición de cuadro- de manera simétrica entre sí. Primero, a través de una serie de paneos y travellings laterales y frontales, se introduce a los que serán los protagonistas de un lado de la historia. Así, mediante una riquísima composición de cuadro, los personajes son descubiertos en- y por- sus actividades diarias: tres hermanitos que se juntan, sentados en una alfombra, a escuchar un disco, un hombre y una mujer separados por una pared, sin hablarse ni buscarse, una niña solitaria que mira a través de unos binoculares buscando algo en el horizonte y que recibe cartas de carácter privado. Todo acompañado de una majestuosa música de Purcell (con su carácter barroco comienzan las fricciones entre desmesura y equilibrio sobre las que volveremos más adelante), la misma que escuchan los hermanitos en su pequeño reproductor y que cambia de ser diegética a incidental continuamente. Familia disfuncional, niña que espera. Luego de esto, el relato aborda un tono documental y se nos introduce, de manera hilarante, a través de un narrador hablando a cámara (realizado con un brillante concepto de encuadre), en el contexto de la acción: el año, 1965; el lugar, una isla de Nueva Inglaterra, en Estados Unidos. Casi en una función de coro, el personaje interpretado por Bob Baladan nos remarca un hecho inobjetable: dentro de dos días una gran tormenta sacudirá a aquella isla. Por último, y con un método casi calcado de la primera secuencia (travellings laterales que desembocan en travellings frontales), Anderson nos presenta la contracara de su historia, la otra mitad del relato: un profesor de matemáticas devenido en líder scout (o viceversa), un grupo de jóvenes aguerridos y un niño ausente- un niño que escapó. El esquema es claro, la simetría es evidente. Esta introducción tiene un propósito: el de plantearnos, de manera verborrágica, la compresión del universo diegético del texto fílmico, y, de manera alevosa, la exposición de su propio método. Anderson nos muestra los límites- las costuras- de su propia creación para luego atentar contra ella. Demarca el territorio con el solo fin de salirse del mismo: no hay mayor logro que el de generar magia aún conociendo los mecanismos del artificio.
Es que Un reino bajo la luna es una de esas películas que no se las ve hasta que se las ve dos veces. Es tal la cantidad de información en cada plano, tal la complejidad de los encuadres que hay mucho que no se aprecia en un primer visionado. Hay una tendencia, sin embargo, que es muy clara, y que es ya una constante en el cine de Wes Anderson. La puesta en escena horizontal, esa frontalidad de los planos que conlleva una profundidad de campo absoluta. La teatralización del cine. Las líneas paralelas a los límites del cuadro que parecieran guiar a la cámara, demarcar el plano desde dentro del mismo. Los escenarios que maneja son, en su mayoría, impostados, justamente por la ausencia de líneas de fuga. Y esta teatralización es aún más evidente cuando se incursiona en la pantalla partida: vemos dos escenarios divididos por un tabique virtual que los fusiona entre sí y genera, contradictoriamente, una unidad espacial entre ambos. Es llamativo, a su vez, el diseño de arte detallista, con complejas puestas en escena y una fluida capacidad para engamar las tonalidades, para definir paletas de colores. Así, el mundo de Suzy posee una serie de colores, una tonalidad que combina el rojo, el blanco y el azul, mientras que el mundo de Sam vira hacia los tonos anaranjados, el amarillo y el verde. Gran parte de los encuadres son, en verdad, minuciosas piezas de relojería cambiantes, que mutan junto con la acción y parecieran responder a un claro criterio de combinación.
El plano frontal y simétrico, y los colores engamados en una misma tonalidad.
Hay momentos, sin embargo, en los que no suceden estas cosas. Momentos en donde se utiliza una cámara en mano, desprolija y nerviosa. Momentos en los que Anderson opta por aproximarse lo máximo posible al rostro de sus protagonistas con la espacialidad que genera un gran angular, en donde se engolosina con los rostros de sus pequeños personajes, Sam y Suzy (Jared Gilman y Kara Hayward respectivamente, ambos debutantes en el cine). La utilización del zoom, por ejemplo, es un claro exponente del mundo al que desea evocar Anderson, y en este caso (como en muchos otros), sus métodos responden a un criterio de enunciación. Las aberraciones cromáticas de esos acercamientos le otorgan una estética démodé, maquillada por el recuerdo de sí misma y, justamente, es este recuerdo, esta melancolía camuflada, la que sostiene al romance entre ambos niños (que a su vez remite a una estética de cine de los '60, como de la época en que está ambientado el film; de hecho, resulta interesante trazar un paralelismo entre Un reino bajo la luna y Pierrot le fou, de Godard: la intertextualidad entre ambos films es evidente, no por su temática, que es claramente similar, sino también por su tratamiento de los colores, el uso de la cámara y de los espacios naturales, sin dejar de lado que fue realizada justamente en el año 1965, año en el que Anderson elige situar su película). Es notable la secuencia en la que Sam y Suzy se encuentran: todo comienza con la subjetiva de unos binoculares. Sam reencuadrado por un otro, un otro a quien el mira- como sintiéndose observado. Un otro que es Suzy. Y Sam mira a Suzy (y Sam mira a cámara). La clave de esta secuencia se encuentra en el manejo temporal de los hechos. Así, este encuentro en el medio de aquella pradera es presente: es un ahora inobjetable. Un plano fijo plantea a ambos personajes enfrentados en aquella salvaje pradera. Luego, un primerísimo primer plano de los rostros de ambos observándose sirve de puente para ir al pasado, para ir al motivo: una obra de teatro de la escuela. Y este recuerdo es un recuerdo compartido, es una memoria trenzada sobre dos puntos de vista distintos: al comienzo el de Sam, al final el de Suzy. Niños disfrazados de animales, niños que tocan la flauta, niños aburridos que miran, niños que son mar y olas. Sam, disperso y rebelde, encuentra a Suzy en un camerino disfrazada de cuervo, rodeada de otros pájaros. El encuentro es fugaz, la atracción es instantánea. Cartas que van y vienen interrumpiéndose hacen aún más notorio el constante cambio del punto de vista, y ya está todo dicho para justificar el presente que vemos: Sam y Suzy enfrentados en una pradera. Un travelling sigue a Suzy hacia Sam. Un travelling idénticamente opuesto sigue a Sam. Sólo se han visto una vez, y por unos pocos segundos, y Suzy estaba maquillada y Sam estaba en donde no debía estar. El planteo es claro, el amor de los niños es similar a la idealización del recuerdo de los adultos: su perfección es absoluta.
Porque es notable que los personajes de Anderson siempre tienen caracteres definidos. Jamás intentan evitar su destino, más bien lo aceptan, conviven con ello: su único objetivo es estar acompañados en sus problemas. Ejemplos de esto son el capitán Sharp (un enorme Bruce Willis), un policía solitario y depresivo que lo único que desea es amar y ser amado, o Ward (Edward Norton), un líder scout cuya principal motivación es enseñarles a sus alumnos a sobrevivir. Ambos funcionan en el universo de Sam como funcionan, en el revés de la trama, los padres de Suzy, Walt y Laura Bishop (nada menos que el gran Bill Murray enfrascado en memorables pantalones y Frances McDormand), en el mundo de la niña. "Espero que se vuele el techo y me succione el espacio. Estarías mejor sin mí", le dice Walt a Laura en una noche de tormenta, ambos acostados en camas separadas mirando el reflejo de la ventana en el techo. "Deja de sentir autocompasión" dice Laura. "¿Por qué?", responde Walt. Se trata de un diálogo brillante que deja en claro un tema no menor de Un reino bajo la luna: todos los adultos son infelices. Incluso Servicios Sociales (Tilda Swinton) o el tío Ben (Jason Schwartzman), cuya melancolía y sensibilidad mercenaria lo exceden. Y son infelices no sólo por la fuga de Sam y Suzy: ésta es más bien un medio, una excusa que esconde otra infelicidad mayor aún. Una infelicidad que se potencia frente a lo auténtico y puro de la conciencia de los niños.
Uno de los grandes momentos de Un reino bajo la luna.
El amor, la aventura. La violencia, abrupta y explícita justamente por su condición de inocencia. El acto de descubrir. De descubrir los cuerpos. La tierra virgen, ser un explorador. Como en los libros (y leídos así, de perfil y sosteniéndolos bien alto). Tirarse al agua con ropa. La búsqueda de la precocidad. El primer beso, el sentirse las lenguas, el sentirse grandes. "Estamos enamorados. Sólo queremos estar juntos. ¿Qué tiene de malo eso?". Lo mágico, lo poético que no rima. La bella ignorancia. Que te de un rayo. El peligro. Estar disfrazados en una noche de tormenta sobre una torre. La posibilidad del suicidio (la posibilidad de morir por amor). Las ganas de saltar porque saltar sería compartir. "Gracias por casarte conmigo". Querer decir las últimas palabras. En un susurro. Y besarse (de nuevo).
Porque Wes comprende la naturaleza de sus actos. Comprende que el verdadero romance está en lo prohibido, en lo ajeno, en lo desconocido (en lo por conocer). Allí donde hay límites, allí donde las conversaciones- los momentos- se truncan por motivos ajenos. En ese tiempo buscado, deseado y conseguido en la ilegalidad (o mejor, en la ausencia temporal de lo rutinario). Un reino bajo la luna pareciera decirnos que el amor se expresa en lapsos. En lapsos fuera de lo normal (arrebatos de impulso). La dedicación es el eco de ese impulso, el eco sostenido. Pero la semilla, el germen, es momento puro. "¿Qué clase de pájaro eres?". Esa secuencia sucede fugazmente, caótica y desarraigada de sentimentalismo: allí radica su grandeza. Los recuerdos son fragmentados y falaces, y el amor vive- respira- en lo fragmentado, en lo dislocado. En lo diferente. Es en esos momentos de ausencia de esquema, de inexistencia de denominador, en donde se erige Un reino bajo la luna. En sus propios paréntesis. Es respiro, inhalación y no exhalación, susurro y no grito. En esos intersticios de caos, Anderson filtra humanidad pura. Y en ese contrapunto (en ese juego entre lo estructurado y lo libre, entre lo impostado y lo consecuente) es en donde, lejos de toda previsibilidad y sorteando cualquier camino- creando un camino-, podemos atisbar, aunque más no sea en su condición obligatoria de brevedad, el discurso convencido que sostienen, sin ningún tipo de ayuda, la historias que merecen ser filmadas.