El lunático reino de Wes Anderson
La presentación de los protagonistas del séptimo largometraje de Wes Anderson (1969, Houston, EEUU) anticipa que se está ante un nuevo, virtuoso y arrebatador despliegue de color y movimiento. Con la cámara desplazándose hacia arriba y hacia abajo, a un costado y al otro, se aprecian las distintas habitaciones de la casa habitada por una pareja algo desmañada (Bill Murray y Frances Mac Dormand, presencias siempre disfrutables) y sus hijos: tres varones pequeños y Susy (la prometedora Kara Hayward), díscola preadolescente. La vivienda parece una gigantesca maqueta, cuyos compartimentos son revelados al espectador como si se dieran vuelta las hojas de un libro móvil o se recorriera, con mirada infantil, una casa de muñecas. El compañero de aventuras de Susy será Sam (Jared Gilman), huérfano a quien –a diferencia del pequeño Hugo de Scorsese– nadie maltrata, pero que, al no sentirse demasiado querido por nadie, aprovecha sus habilidades como boy scout para tramar un escape.
Es indudable el gusto de Anderson por los objetos, que muchas veces se convierten en fetiches queridos por los personajes, pero lo bueno es que no se limita a acumularlos (como ocurría, por ejemplo, en Juguetes, la película de Barry Levinson) ni a componer planos ceremoniosamente abigarrados (como solía verse en el cine de Peter Greenaway). Lejos de la pintura y, en todo caso, próximo al comic, su espíritu lúdico va más allá de la reunión de excentricidades escenográficas, y abarca, también, la caracterización de los personajes, la elección de la música, los retruécanos en los diálogos, y, sobre todo, un sagaz empleo del lenguaje cinematográfico, valiéndose de los ardides que éste ofrece para provocar sonrisas o sobresaltos. Barridos y travellings laterales, planos cenitales, tomas con zoom, planos generales con aprovechamiento de la profundidad de campo alternados con planos detalle, algún momento con cámara en mano o con la pantalla dividida, se suceden en busca de guiños, creando gags y efectos inesperados. Algo de esto hay también en el cine de los hermanos Coen, pero Anderson es menos agrio y trata mejor a sus seres de ficción, siempre freaks queribles, que si en el contexto lucen extraños es por su ingenio para perpetrar planes alocados y por su agudeza para comprender situaciones que les preocupan.
La combinación de rigurosa planificación y frescura en gestos y conversaciones, característica del cine de este realizador, puede encontrar un correlato en su afición por los actos escolares, que prodigaba en Rushmore (1998, probablemente su mejor película hasta el momento) y que acá reaparecen ocasionalmente: la mejor secuencia de Un reino bajo la luna es la que registra los pasos de Sam cuando abandona, aburrido, una puesta teatral rebosante de disfraces, para terminar descubriendo, fascinado, a Susy enmascarada como un misterioso cuervo.
En Anderson hay, también, una manifiesta inclinación por los grupos humanos (familias, colegios, equipos de trabajo) en los que afloran contradicciones y recelos, tanto como muestras de cariño y solidaridad. Y si la historia de incomprendido amor preadolescente –que no casualmente transcurre en los ’60, época de pequeñas y grandes insurrecciones– podía tentar al ternurismo, las escenas del beso o de algunas conversaciones de los chicos con adultos (Susy con su madre, Sam con el policía a solas) demuestran que al director de Los excéntricos Tenenbaum (2001) no le interesa el almíbar. El final, incluso, puede parecer un poco concesivo, pero vale la pena advertir cómo, a pesar de todo, Sam y Susy se siguen saliendo con la suya.
Es cierto que la precisión de esta suerte de mecanismo de relojería mitiga complejidades y lleva a que ciertas situaciones se resuelvan con arriesgada rapidez, pero no se trata de un drama naturalista subordinado al verosímil. Por eso los conflictos no llegan a mayores y, por ejemplo, cuando uno de los chicos es alcanzado por un rayo le basta con sacudirse un poco para seguir a las andadas.
Al guión hay que reconocerle un desarrollo menos incierto que el de algunas películas anteriores de Anderson, cuya banda sonora, por otra parte, dependían más que aquí de canciones extradiegéticas. Otro de sus méritos es hacer creíbles a Bruce Willis como un policía apocado y a Edward Norton como un maestro de scouts bastante torpe, ambos representados con trazos simples pero nunca gruesos.
Curiosa, celebrable aleación la de Un reino bajo la luna: por su creatividad formal, sus diálogos sagaces y su divertido barroquismo, resulta un film indudablemente jovial, y al mismo tiempo recupera actitudes que el cine actual –y sobre todo el realizado en su país–, encandilado por los acelerados cambios tecnológicos, suele desestimar por anacrónicas: dormirse escuchando la lectura en voz alta de un libro, por ejemplo, o encontrar en la naturaleza una aliada para la aventura.