Particular visión de mundo
El último film de Wes Anderson es una nueva prueba de su talento para recrear universos y personajes sin edad. La historia de un amor simple y hermoso para mirar de cerca.
Apenas transcurridos unos minutos de Un reino bajo la Luna, cuando ya se establecieron los parámetros del relato –año 1965, una isla, una rígida tropa de boy scout, un no menos rígido y hastiado matrimonio, un chico con problemas, todos con problemas–, Sam y Suzy se ven, se encuentran. Poco importa que a la chica la rodeen sus compañeras (no confundir con amigas), que él esté solo (siempre lo está), el mundo desaparece, son sólo ellos dos. Con apenas 12 años ya están enamorados para siempre.
Mientras que una tormenta, la que llega puntual, la que siempre causa inundaciones, va avanzando, la película desgrana su sistema de observación: planos fijos, colores que se destacan dentro del apagado entorno emocional de los personajes. Walt y Laura, los padres de Suzy (Bill Murray, Frances McDormand) ya no se hablan, sus disciplinados hermanos escuchan en un disco cómo se arma una orquesta sinfónica en un escenario que es casi una casa de muñecas, el increíblemente melancólico sheriff (Bruce Willis) cuida a la comunidad y sostiene un romance con Laura, mientras que Sam toma la decisión de salirse de la tropa, escapar del liderazgo de Ward (Edward Norton) hacia la libertad. Con Suzy, claro.
En esas islas, donde el mundo parece ajeno, la fuga de los dos chicos se funde con la tormenta, la anunciada, la que viene a resquebrajar el diseño social anquilosado. La visión de Anderson se abre a la conclusión fácil del pesimismo, pero no, el director texano ofrece para la última parte una salida tierna, lúcida e ideal para sus criaturas que merecen un destino mejor.
Pasó ya una década desde el estreno de Los excéntricos Tenenbaum y acaso la formidable película sobre una familia de genios fue el punto más alto, la confirmación lógica, de todo el talento que hasta el momento venía demostrando Wes Anderson, primero con Buscando el crimen (Bottle Rocket, 1996) y luego con Tres son multitud (Rushmore, 1998). Los tres títulos mostraban un universo propio, férreo en sus reglas autoimpuestas, donde el descubrimiento era la columna vertebral de cada uno de los relatos, que sorprendían a los espectadores pero por sobre todo, con su artificio extremo, calculado, milimétrico, también parecía sorprender al propio realizador, una operación que le imprimía a cada una de las historias una encantadora voluntad de inocencia, aun cuando fuera estudiada.
La visión del mundo de Anderson no cambió y tampoco sus puestas autosuficientes y si bien su universo también contiene a los adultos -Vida acuática (2004), Viaje a Darjeeling (2007)–, pero es en ese espacio difuso entre la niñez y la adolescencia, a veces extendida en personajes que se niegan a crecer, donde se siente más cómodo y donde su mirada se hace más amplia. Y Un reino bajo la Luna, con su sofisticada simplicidad, es la prueba más contundente y hermosa.