Oda a la infancia perdida
Moonrise Kingdom es un film de iniciación, el relato de un primer amor entre un chico y una chica de 12 años decididos a escapar no sólo del mundo adulto sino también de todo lo que los rodea, para perderse en la soledad de la naturaleza.
¿Qué mejor para los hostiles tiempos que corren que una melancólica, agridulce comedia alejada de la realidad cotidiana como Moonrise Kingdom? Tal es el título de la nueva película de ese niño grande que parece Wes Anderson, el autor de films de una poesía y singularidad absoluta, como Los excéntricos Tenenbaum (2001), La vida acuática (2004) y Viaje a Darjeeling (2007). Con un elenco multiestelar encabezado por Bruce Willis, Bill Murray, Edward Norton, Frances McDormand y Tilda Swinton (más un cameo de Harvey Keitel), la troupe de Anderson habita –con un buen humor no exento de una importante cuota de nostalgia– una pequeña isla imaginaria de la costa de Nueva Inglaterra, hacia finales del verano de 1965. Es que Moonrise Kingdom es una suerte de pequeño poema naïf dedicado a la infancia perdida, un film de iniciación, el relato de un primer amor entre un chico y una chica de 12 años, decididos a escapar no sólo del mundo adulto, sino también de todo lo que los rodea, para perderse en la soledad de la naturaleza, sin prever que un tornado –tan potente como su romance– está por golpear la isla.
Según ha confesado el propio realizador (ver aparte), es la primera y única vez que, de manera consciente, trató de captar una sensación específica, “esa emoción que se siente en la pre-adolescencia cuando uno cree estar enamorado”. Claro que conociendo el universo particular del director no se puede esperar de Moonrise Kingdom una nueva Melody (1971), aunque el director admitió que, entre otros materiales, les hizo ver a sus pequeños actores (Jared Gilman y Kara Hayward) aquel hito del almíbar protoadolescente. El suyo es un film tan personal y a contramano de Hollywood como todas y cada una de sus películas previas, teñidas por la excentricidad, por cierta pureza de espíritu y sobre todo por una estética inmediatamente reconocible, que no podría ser sino suya.
Basta ver la escena inicial, la descripción de la idílica casa donde vive Suzy con sus padres (Murray, McDormand) y sus pequeños hermanos para advertir que, una vez más, el espectador está en presencia de un raro juguete cinematográfico, una suerte de gigantesca casa de muñecas donde el director parece ubicar a sus personajes y a todo lo que los rodea como si se tratara de reconstruir el mundo a la medida de la imaginación. Ese recurso ya aparecía en la nave de exploración submarina de La vida acuática, reconstruida completamente en estudios y recorrida por la cámara como si fuera un croquis en el que se podía ver en un solo plano todas y cada una de sus salas. Pero ahora en Moonrise Kingdom ese concepto va un poco más allá, al punto de que la película toda parece un “pop up book”, uno de esos coloridos libros infantiles que van cobrando cuerpo y dimensión a medida que se van pasando las páginas.
Si Suzy es poseedora de una belleza arcaica, un poco a la manera del cine mudo, su galán en cambio parece un nerd arrancado de una película de Todd Solondz: pequeño, de anteojos y aborrecido por todos sus compañeros de la patrulla de boy scouts a la que pertenece y a la que el chico, obviamente, desprecia. Luego de la fuga de ambos, toda la patrulla los perseguirá, bajo la amable conducción del líder del grupo (Norton) y del sheriff local (Willis). Pero para cuando los encuentren, las intenciones iniciales de venganza de los chicos se convertirán en pura solidaridad, al punto de que ayudarán a la pareja a seguir conquistando terreno lejos del mundo adulto.
La banda de sonido siempre es importante en la obra de Wes Anderson, un poco por ese espíritu “beatle” que a veces parece derivar del cine de Richard Lester, con esos travellings laterales que van descubriendo diferentes acciones y gags. Pero, a diferencia de las versiones de David Bowie que cantaba el brasileño Seu Jorge en Life Aquatic, aquí el soundtrack está compuesto por una rara miscelánea, que va desde una obra orquestal didáctica para niños de Benjamin Britten (un poco a la manera de El carnaval de los animales de Saint Säens) hasta media docena de temas del músico country Hank Williams, que ambientan la película en un tiempo definitivamente perdido.