De aventuras en tiempo pasado
No es casual que la nueva película de Wes Anderson comience con la narración de cómo se compone una pieza musical. Mientras una voz a través de un grabador le explica a un grupo de niños la conformación integral de una partitura compuesta por Benjamin Britten, el espectador será testigo de la forma en que trabajan los distintos elementos que cobran valor en conjunto para dar forma a eso que llamamos cine. Cuestión aún más evidente aquí, donde el marionetista detrás de dichos elementos es uno de los grandes nombres de la puesta en escena moderna.
Porque el secreto en el cine del realizador de Rushmore, Los excéntricos Tenenbaum, Viaje a Darjeeling, entre otras muestra con Un reino bajo la luna que no sólo es un gran dominador del séptimo arte, sino –en tanto mayor valor- que es capaz de recrear mundos con vida, mecánica y estructura propios.
Aquí, aquel caos ordenado será enrevesado por Sam (Jared Gilman) y Suzy (Kara Hayward) dos preadolescentes que deciden escapar de sus familias (una pareja de abogados y un campamento boy scout respectivamente) para dar rienda suelta a las libertades que los preceptos adultos consideran aún prohibidos.
De esta forma, la música, la pesca, el baile, la danza, las lecturas nocturnas, el despertar sexual, el primer beso, los roces, serán parte de una experiencia que promete extenderse hasta la todavía lejana madurez. Porque bajo la promesa de vivir en aventura entre los dos ahora fugitivos habrá una unión que ya no perecerá: la de revelarse ante una idea social que encuentra en el silencio su único modo de supervivencia.
En este deseo radica el verdadero sentido del film de Anderson. No casualmente, la película se desarrolla en una pequeña isla de Nueva Inglaterra durante los años ’60; allí donde desde el hoy, todo tiempo pasado representa la planificación surrealista del sentido de la vida en una infancia que no entiende de cobardes retrocesos, sino todo lo contrario.
Para reforzar esa idea, mientras buena parte de los adultos (un elenco compuesto entre otros por Bill Murray, Frances McDormand, Edward Norton, Bruce Willis, y Tilda Swinton) salen en su búsqueda –e insisten en ocultar sus propios deseos- la cámara acompaña a la pareja protagonista desde su altura, siempre en movimiento e implicando una cercana complicidad entre el espectador y los personajes.
Aún así, el punto fuerte de Un reino bajo la luna (y a esta altura una condición obligada en toda la filmografía de Anderson) es cómo conviven sus extraños seres dentro de ese devenir melancólico y organizado.
Llevado al punto extremo, son tantos los detalles en cada plano, tantas las partes que convergen en este mundo onírico que resulta –a falta de mejor vocablo- encantador. Los detalles del universo creado por el director no buscan prioridad; pero resuenan desde el lugar menos pensado para dar forma a esta fábula nunca infantil, aunque siempre conscientemente ingenua.
Destinado a convertirse en film de culto, Un reino bajo la luna apela por último a la participación del espectador para explotar sus totales capacidades. Porque de la misma forma en que esos niños comprenden cómo se conforma aquella obra musical al principio del relato, nosotros deberemos tomar parte, delimitar y descubrir cada construcción individual, para darle coherencia dentro de la historia.
En otras palabras, y como en esos tiempos donde el mayor desafío pasaba por enfrentar al mundo envueltos en peinados de gomina y pantalones cortos hasta las rodillas marcadas por los quijotescos tropezones (de la plaza, la escuela o el patio de casa), Wes Anderson nos invita a jugar. O puesto de otro modo, a ser niños otra vez.