El cine como un juego mayor
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El año comenzó a despedirse de la mejor forma posible con el estreno de Moonrise Kingdom (Un reino bajo la luna), excelente película de Wes Anderson que constituía una de las grandes cuentas pendientes de los exhibidores cordobeses en 2012 (la otra es Cosmópolis, de David Cronenberg, que sigue en estado de espera), ya que no sólo se trata de una de las mejores composiciones de este verdadero autor -uno los pocos que quedan en Hollywood- sino que además es la que ha alcanzado mayor éxito comercial, confirmando el destino popular que escondía su cine. Se ha dicho y se dirá que Anderson se filma a sí mismo: en efecto, su cine registra un universo personalísimo que difícilmente pueda existir fuera de su obra, y que viene incluso perfeccionando filme a filme como lo demuestra Moonrise Kingdom, pero que se mantendría en gran medida cerrado a los avatares del mundo real. Claro que si puede ser cierto que el cine de Anderson es una estilizada casa de muñecas o un escenario teatral de pura originalidad, perteneciente sin dudas a una clase social específica (la burguesía o incluso la aristocracia), no lo es tanto que no dialogue con el mundo ni mucho menos con la humanidad que lo habita: pocos directores han logrado captar de modo tan honesto la singularidad de la existencia humana sometida a la vida en sociedad, o la condición existencial de quien se siente diferente al resto de su comunidad.
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Hay al fin en Anderson una mirada sobre el mundo cuya lucidez puede pasar desapercibida por la ostensible empatía con que trata a sus personajes y el humor intrínseco que la constituye: en sus películas, el universo de los adultos es tratado como una especie de juego infinito, donde nadie sabe muy bien cómo comportarse porque justamente los roles sociales son inciertos, mutables, incluso inasibles. No se trata sólo de postular un estado de adolescencia permanente para sus protagonistas, sino de captar a través de ellos las grietas del sistema, el absurdo de toda construcción social, su condición de inestabilidad y mutación permanente, su naturaleza ficticia: no hay ningún orden mayor que contenga a los personajes de Anderson, que viven arrojados a la intemperie aún cuando tengan un buen pasar económico, y de allí surge el profundo humanismo que transmiten (y no tanto de la ternura con que el director los trata). Ni siquiera las pequeñas comunidades donde se refugian sirven como tabla de salvación, porque irónicamente allí se repiten estas condiciones: padres que se comportan como adolescentes o niños que se saltan la infancia para ser (aquellos) adultos antes de tiempo. Por eso, sus criaturas deberán vivir un proceso de aprendizaje para superarse, que es lo que constituye la trama central de las películas del director.
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Y acaso una de las mejores síntesis de este universo es Moonrise Kingdom (especie de antecedente apócrifo de Los Excéntricos Tenenbaums), donde sus protagonistas son dos preadolescentes enamorados que protagonizarán una fuga en una paradisíaca isla en Nueva Inglaterra en 1965. Se trata de Sam (Jared Gilman), un experto boy scout que es marginado por sus compañeros, y Suzy Bishop (Kara Hayward), hija de una familia levemente disfuncional compuesta por un matrimonio de abogados que está en crisis (Bill Murray y Frances McDormand) y tres hermanitos menores. Como de costumbre, se trata de una familia de intelectuales, donde los niños se divierten leyendo o escuchando un concierto didáctico de Benjamin Britten, mientras los padres viven aislados en sus propios mundos; al menos hasta que Suzy y Sam -que además es huérfano-, se fuguen juntos para descubrir el amor en los hermosos bosques de la isla, a tres días de una tormenta que será histórica.
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Formalmente virtuosa, Moonrise Kingdom es un acercamiento sensible y lúdico al ingreso a la adolescencia donde Anderson ha sabido purificar sus formas de un modo notable: la obsesiva construcción de los escenarios y los encuadres se traslada aquí al ámbito natural, que es registrado con la misma rigurosidad y estética impresionista de aquellos mundos de fantasía que parecían de cartón. El uso de la profundidad de campo se ha refinado, y ya aquí puede decirse que todas las dimensiones del plano se vuelven significativas: el director cuida todos los rincones del espacio dentro del encuadre, que ostenta un nivel de perfeccionamiento infrecuente. Pero no se trata de un regodeo esteticista como alguna vez se ha planteado, sino de que cada detalle pueda aportar información al conjunto, sugerir significados a partir incluso de las simetrías en la construcción del plano o del uso de los colores (ver si no la irrupción de Tilda Swinton como el Servicio Social). Ocurre que Anderson tiene una capacidad narrativa superlativa, capaz de sintetizar un mundo en los detalles: así, un travelling lateral por el campamento de boy scouts basta para introducir un universo y exponer su funcionamiento; algo similar ocurre en la construcción de los diálogos (que nunca son baladíes ni artificiales a pesar de las búsquedas humorísticas) o en los imprevistos y exquisitos musicales que irrumpen para narrar un acontecimiento, como el primer beso. Los recursos son múltiples, pero no están para ostentar talento o simplemente dar información: sirven para liberar a la película y abrirla a la vida que se desarrolla secretamente en esa fábula, que debe la indiscutible verdad que transmite a la transparencia con que Anderson nos propone su juego para todas las edades.
Por Martín Iparraguirre