El cine de la pureza (puro cine)
Seguramente que no en Buscando el crimen, su opera prima, pero ya a partir de Tres son multitud las que serían a posteriori marcas autorales del cine de Wes Anderson, estaban ahí. Planos frontales, travelings laterales, una paleta de colores bien presente en decorados y vestuario, apelación constante a un vintage melancólico, una selección musical melómana pero también coherente con el mundo mostrado y un universo humorístico que se asume como lunático: habitualmente el chiste en las películas de Anderson no está dentro del plano, sino que el director lo busca con vertiginosos paneos hacia los costados o hacia arriba. Es que en el mundo de Anderson el humor es algo que siempre se fuga por los costados del punto de vista original, casi una parodia que se burla del mundo real pero sobre la que hay que prestar atención. Estos formalismos están presentes ya en Tres son multitud y seguirían constantes en Los excéntricos Tenenbaums, Vida acuática, Viaje a Darjeeling, e incluso en dos obras alternativas como el corto Hotel Chevalier o la animada El fantástico Sr. Fox (si no la vieron, véanla). Y vuelven a estarlo en Un reino bajo la luna, un retorno con gloria al universo Wes Anderson.
Es irónico lo que ocurre con la forma en el cine de Anderson. Eso que podríamos denominar “estética” tiene tanta presencia y constancia de película a película, que uno la podría suponer como de una rigidez inútil, como si el director condenara a sus personajes e historias a ser contadas desde un único y reiterado punto de vista. Pero lo curioso es que aún en sus peores películas, la obra de Anderson respira, tiene vida, y se contrapone notablemente con la obra de otro formalista extremo, Stanley Kubrick, cuyo cine geométrico (salvo excepciones) se muere antes de nacer. Seguramente esto tenga que ver con los temas y obsesiones que integran el cine de Anderson: la infancia perdida, los primeros amores y los amores incandescentes, padres que son como un nubarrón en el horizonte, historias que precisan de cierta pulsión de vida para sobresalir. Será por eso, también, que una película como Viaje Darjeeling parecía tan falsa y la operación estética de Anderson comenzaba a aburrir: uno se creía poco lo que le pasaba a esos personajes, ya crecidos, y metáforas como las de la valija eran un poco groseras para sostener un film estirado y agotador, que era más derivado de la arquitectura que del cine. Y será, también, que poniendo en el centro a un grupo de chicos, contando un amor adolescente e incandescente (porque es las dos cosas), Anderson no sólo que se recupera, sino que logra su mejor película a la fecha. Un reino bajo la luna es una película de una belleza que trasciende a la “belleza” preciosista de su cine.
Uno de los peores defectos del cine de Anderson es la afectación. Por eso, uno agradecía cuando Vida acuática se le “despeinaba” en la secuencia donde tenían que rescatar al personaje de Jeff Goldblum. Un reino bajo la luna parece caer presa de eso mismo en sus primeros minutos, pero una vez que entra en escena la historia de Sam y Suzy, una vitalidad desacostumbrada asalta el relato e inscribe a la película en el grupo de grandes films sobre niños y aventuras superadoras que se hacían en los 80’s, ese subgénero que el año pasado nos entregó a la notable Súper 8. Claro está, Anderson tiene otras pretensiones y ambiciones, y Un reino bajo la luna querrá ser algo más que un revival. La fuga del boy scout huérfano y la chica que odia a sus padres revelará progresivamente un mundo de padres a la deriva, tristezas, melancolías, frustraciones, como si los adultos supieran que la vida es eso que no se animaron a afrontar antes que eso que están viviendo. Pero sistemáticamente, por el respeto a un grupo de normas absurdas (de ahí la funcionalidad del universo boy scout), deciden no sólo sostenerlo sino imponerlo. De ahí, que a Suzy y Sam, vivir su amor, les cueste demasiado. El gran tema de Anderson sigue siendo la familia, vista como una célula incomprensible desde su mirada infantil; célula que aquí es armada y desarmada ante nuestros ojos de la misma manera que una pieza de música clásica es organizada y desorganizada en el prólogo del film.
No es novedad que Anderson destaque la pureza de los seres nobles, por encima de cualquier otro asunto. El suyo es un cine naif, cuasi lánguido. Y a veces esa languidez resulta contraproducente: Tres son multitud necesitaba de la relación tirante de Max y Herman para respirar; aquella secuencia de acción absurda despertaba la Vida acuática. Pero en Un reino bajo la luna, lo que aparece por primera vez en su cine, es una amargura subterránea sólida: el amor de Sam y Suzy funciona por oposición a la recreación del mundo adulto y porque la muerte se hace presente de manera real, no es un plano lindo como el corte de venas de Richie Tenenbaum. En ese marco, lo puro se realza, se hace necesario y no parece un puro capricho. Luego de su paso por el mundo del cine animado, género que es en sí mismo una apología a la libertad en la forma (básicamente, se puede hacer cualquier cosa), Anderson se desató y logró una preciosa síntesis de su propio cine: algo autónomo que se reproduce como reconocible instantáneamente (un plano Anderson es un plano Anderson), pero que aquí se vale más de sus personajes y sus historias que de su herencia estética. En otras palabras, que Un reino bajo la luna funciona no porque sea una casa de muñecas hermosa, no por esos planos, esos colores, ese toque vintage, esa puesta en escena calculada, sino porque la película, Suzy y Sam (notables Kara Hayward Jared Gilman, y en mucho ayuda que sean totalmente desconocidos) hacen creíble ese amor puro y virginal, con escenas de una osadía arrebatadora. En la operación, Anderson logra su película más pura cinematográficamente: hay un mundo definido, hay un tratamiento estético coherente y los elementos que se integran son los adecuados. Un reino bajo la luna es esa clase de películas perfectas, de esa perfección que se va dando un poco de forma abstracta, casi sin proponérselo. Como diría Sam: “te amo, pero no sé de qué estás hablando”. Ese no saber es, precisamente, la incertidumbre que le hacía falta al cine de Anderson ante tanta seguridad conceptual. En el error, lo oblicuo, lo que se escapa, también está la pureza del relato.