Los inadaptados de siempre
Llegar a la séptima película con un universo propio, una prolífica galería de personajes disfuncionales pero creíbles y queribles sin agotarse ni repetirse en formalismos pero fiel a un estilo cinematográfico que transita por estos momentos por su etapa de mayor madurez no lo consigue cualquier realizador en estas épocas industriosas y mediocres del cine hollywoodense.
Wes Anderson ha demostrado a lo largo de sus películas ese inagotable espíritu de romper códigos y moldes a fuerza de talento creativo, un ejemplar uso del humor y la ironía sobre estereotipos pero sobre todas las cosas una profunda sinceridad ante el espectador al hacerlo partícipe de sus alocadas aventuras existenciales dentro de su propia galaxia, atravesada de melancolía, ternura, contradicciones, dobleces morales y personajes con características de antihéroes que se transforman en sus avatares en héroes más temprano que tarde.
Pero a esas tribulaciones del orden existencial pareciera ahora que se le oponen las historias de amor y el optimismo que encarna una mirada romántica sobre la realidad que transmite cierta cuota de esperanza y de regreso hacia el lugar de la infancia, donde se puede ser feliz alejado del mundanal mundo adulto y más aún de la pesadumbre que implica convertirse en adulto y en mustio receptor de todos aquellos códigos que coartan las ganas de ser libre desde lo institucional a la estructura nuclear de una familia.
De esas ataduras que funcionan bajo un orden invisible como el que podría encontrarse en cualquier orquesta de música al ejecutar una pieza (algo que en el brillante prologo se desarrolla y cierra en el epílogo durante los créditos finales) en la que cada instrumento cumple un rol diferenciado y ninguno traspasa el límite del otro se pueden encontrar las grietas para escapar y en su versión musical las variaciones que transforman esa estructura rígida en otra cosa diferente, tal vez imperfecta pero genuina al fin.
Y qué mejor que una pareja de preadolescentes en fuga de amor y dispuestos a huir de la densidad y opresión del mundo adulto para que la grieta del orden moral, cultural e institucional se resquebraje y estalle como ese platillo metálico que corona el compás y marca el pasaje de una estrofa a otra.
Un reino bajo la luna (Moonrise Kingdom) tiene como protagonistas a Sam Shakusky (Jared Gilman), niño huérfano de 12 años que integra el cuerpo de Boys Scouts y a Suzy Bishop (Kara Hayward), la mayor de las hijas del matrimonio integrado por los abogados Walt (Bill Murray) y Laura (Frances McDormand), insatisfechos en su vida matrimonial y funcionales a la rutina, quienes descubren que su hija Susy mantenía una relación epistolar con el joven rebelde y a partir de ahí encaran una búsqueda junto a los representantes de la institución de Boys Scouts: Randy Ward (Edward Norton), el Capitán de Policía Sharp (Bruce Willis) a quienes se sumará la Encarga de Servicios Sociales (Tilda Swinton) hacia el último tramo del film, en el que un narrador omnipresente -símil Jaques Cousteau- va intercalando datos sobre la odisea y el contexto en el que transcurre.
La estructura fragmentada permite un mejor desarrollo de los acontecimientos que toman como eje la fuga y la resistencia de la pareja de niños cada vez que la presencia adulta invade y los termina separando para luego volverse a unir y así marcar el destino del relato en un increscendo que acumula situaciones, algunas de ellas jugadas hacia el absurdo, otras teñidas de una pátina emocional y un puñado llevadas al extremo y a lo impredecible en donde Anderson emplea los recursos cinematográficos para enriquecer una trama ambientada en los 60 (no había teléfonos celulares y se escribían cartas manuscritas) con una fuerte impronta estética setentista donde resaltan colores y por momentos aspectos de cómic en los encuadres más allá de los sustanciales aportes de la banda sonora encargada a Alexander Desplat.
El nuevo opus de Wes Anderson continúa en la línea existencial, melancólica, profunda e irreverente de sus primeras obras pero ahora con más madurez por parte del director y una apuesta honesta por todo aquello que hace a su buen cine.