Marco Berger es un director que no puede evitar incursionar una y otra vez en sus temas predilectos. Desde Plan B (2009) en adelante, sus trabajos giran alrededor del deseo, lo prohibido, la represión de los sentimientos y los vínculos masculinos. Todo eso vuelve estar en el centro de la historia romántica que propone Un rubio.
El rubio del título es Gabriel (Gastón Ré), un empleado de una maderera del conurbano bonaerense, viudo, con una hija que vive con su abuela y una situación económica que dista de ser ideal. Ante este panorama, la propuesta de alquilar una habitación recientemente desocupada en la casa de un compañero de trabajo llamado Juan (Alfonso Barón) asoma como una salvación transitoria.
En prácticamente toda la filmografía de Berger el vínculo masculino describe un recorrido que va de la amistad a la seducción, y de allí a una intimidad atravesada por la ternura. En ese sentido, esta no es la excepción a la regla. Por el contrario, es la película donde más lejos llega el juego de miradas y roces que sirve de llama para encender la mecha de una tórrida relación física. Un rubio, entonces, es como el súmmum de las obsesiones de Berger.
Un rubio no sólo indaga en las situaciones íntimas de Juan y Gabriel. También lo hace en cómo el contexto resulta un factor condicionante de esa intimidad: ese entorno social es a priori poco apto para salir del clóset, y en el caso particular de Gabriel se suma el sentir el peso de los mandatos sociales y familiares.
El resultado es una película alejada del tono ligero y festivo de Taekwondo (2016), coridigida junto a Martin Farina. A cambio, Berger propone una sensible y respetuosa aproximación a los sentimientos de esos hombres que detrás de sus físicos robustos esconden un estado de soledad y fragilidad.