En algunos cineastas podemos reconocer sus obsesiones, algo mucho más personalísimo que los temas o contextos narrativos que cada uno elige para construir para sus relatos. En Marcos Berger podemos seguir claramente el derrotero de su obsesión creativa, aquella con la que ha hecho un recorrido evolutivo a lo largo de su carrera desde el iniciático filme Plan B (2009). Esta preocupación ético-estética se focaliza en algunas aristas claves, la línea central es aquella que se desprende del universo masculino y los mutantes caminos de la represión, evasión, tensión y potencial cristalización de la fuerza esencial que motoriza a sus personajes, el deseo. Erotizado, tierno, amoroso o sexualizado las distintas texturas del deseo – sugerido y reprimido a la vez – hacen una nítida marca en su cine, esa forma que llega a la cima de su búsqueda en este relato último, Un rubio.
La trama argumental es pequeña, aquella sobre la que expande todas las formas que le son posibles expresar sobre la sinergia de los cuerpos y a través de la lente que mira con precisión, más el montaje que opera quirúrgicamente para ordenar y asociar las formas de esos cuerpos deseantes en el tiempo y el espacio. El relato se centra en la vida de Gabriel, el “rubio” del título, empleado de una maderera del conurbano bonaerense, que le alquila una habitación a su compañero de trabajo Juan para sortear un complicado cambio de vida. Se ha quedado viudo, tiene una hija que cuidan sus padres y su situación económica es precaria, como su vida. Pero esta síntesis traiciona la manera en la que el filme presenta el argumento, el cual vamos desgranando e infiriendo a lo largo de la pausada e intimista historia.
Lo que hace notoria la evolución en la construcción discursiva es en gran parte que el deseo se materializa en los cuerpos de los personajes alejando los filmes anteriores con tratamientos algo más represivos, donde todo inducía hacia el otro pero la consumación del amor-deseo quedaba suspendida o se veía imposibilitada, digamos amortizada por otras barreras externas o internas. Este aspecto de catarsis corporal descomprime las formas y extiende el territorio narrativo del cineasta de lado a lado de la pantalla.
Pero lo más disfrutable sobre el nivel de uso de la materia pura del lenguaje se inscribe en el cuerpo del cómo ha construido cada partícula de aquellas escenas que ponen en juego el deseo mudo de los cuerpos llevando al extremo la mirada sobre el trabajo de lucha y atracción de dos fuerzas: la movilidad y la inmovilidad. No solo es un tipo de erotismo estilizado, hecho con una construcción – digamos – micro molecular, sino porque la plástica misma con la que pone en escena esa narrativa visual ha llegado a una depuración destacable. El uso del foco diferenciado, los encuadres y los minuciosos cortes acompañados por el uso del sonido fuera de campo constituyen un momento de puro lenguaje donde las formas se apropian del discurso amoroso. La fuerza que trabaja con la dinámica de lo móvil e inmóvil de los cuerpos que se subliman en el uso de las miradas es una elaboración precisa, intensa y táctil.
Luego está, como en sus otras obras, la presencia de lo posible o imposible del deseo en relación al contexto social, los mandatos y las barreras que determinan de manera distinta a estos dos entrañables personajes.
Para quienes siguen su cine o para quienes aún no han pisado sus tierras homo-deseantes, Un rubio es una experiencia destacable que además entrelaza a sus personajes con una ternura que envuelve todo. Aquellos encuentros y desencuentros que Berger pone en escena para habitarnos.
Por Victoria Leven
@LevenVictoria