El único mérito de Un suceso feliz parece ser la falta de pudor de Louise Bourgoin, una actriz embarazada que muestra la cola y las tetas, gime, goza y habla como un camionero para dejar en claro que estamos ante una película transgresora. La protagonista es una suerte de Eva moderna: una mujer libre, deseable y feliz, que es condenada por concebir un hijo. La película niega la complejidad de la metamorfosis, las sucesivas etapas se viven como una tortura cada vez mayor, el período de transición que suele ser una mezcla de sufrimiento y felicidad es remplazado por el itinerario certero de una mujer hacia su destrucción. El bebé que crece dentro suyo la domina, toma su feminidad y su libido. Todo en torno ella deviene la extensión de su trauma, como si la sociedad deformada por el egoísmo de su depresión estuviese poblada de individuos aborrecibles: desde el padre ausente, separado tanto del embarazo como de la paternidad, hasta el personal médico y social sordo al desamparo de la madre estoica.
La película ilustra un guión psicosocial en el que las situaciones nunca son creíbles: no se puede alquilar un bonito, luminoso y amplio departamento, ni pagar unas lujosas vacaciones en Portugal con el sueldo de empleado de un videoclub. Un suceso feliz es una suma lugares comunes: los hombres son grandes niños irresponsables y las mujeres tienen los pies sobre la tierra. El director encadena ideas anecdóticas en una sucesión de sketchs sobre la maternidad con planos y contraplanos fallidos y un humor estúpidamente grueso. La mezcla entre diálogos penosos y filosofía de tocador llega a un punto sin retorno cuando la heroína concluye que: “Lo que cuenta, a pesar de todo, es la vida”.