Esta remake de una película escandinava nominada al Oscar no es buena ni mala: en sí misma, permite esclarecer con ejemplo canónico el término “profesional”. Profesional es el guión, profesional es el trabajo de Hanks -productor de un film que le sale de taquito; aclaremos: le sale bien-, profesional el tono del impersonal Marc Forster.
La historia es harto repetida: tipo misántropo se encuentra con nuevos vecinos que terminan curándole la amargura. Es obvio que Mejor, Imposible -y por qué no Gran Torino- toman el cliché con mucho más peso.
Pero la idea es la de brindar un cuento amable de Navidad y ver personas. En eso cumple, porque Hanks está en la cima de su arte (desde hace mucho, mucho tiempo) y puede hacer interesante con un gesto la secuencia más repetida, el cliché más aburrido.
El cine también existe para que podamos mirar esos gestos en el fondo inventados, una especie de prestidigitación que aplaudimos tanto por el resultado (conmovernos) como por la habilidad para esconder el truco. El clima gris, el vestuario del protagonista, el drama interno son piezas precisas para que, por dos horas, pensemos que el mundo puede redimirse un poco.