Ganadora del premio a la mejor ópera prima en el último Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, Un viaje a la luna, de Joaquín Cambre, es un coming of age con una cuidada puesta en escena pero situaciones forzadas. El giro narrativo de la segunda hora expone un riesgo argumental que levanta el nivel de la apuesta. Se destaca la interpretación de Ángelo Mutti Spinetta.
La cultura hipster está de moda. La ópera prima del realizador publicitario y de videoclips, Joaquín Cambre, es una arriesgada apuesta por romper el costumbrismo y el realismo de la mayoría de propuestas coming of age del cine nacional. Lo de Cambre se parece más a una obra de cine indie estadounidense del nuevo milenio con influencias vintage/retro que a lo que la mayoría de operaprimistas vienen realizando en la última década y media en Argentina.
Un viaje a la luna es ante todo una celebración de identidad, un triunfo de la estética y la puesta en escena sobre el contenido. Y no está mal. El film se podría etiquetar dentro del género “comedia dramática de familia disfuncional y adolescente descubriendo su despertar sexual”. Sin embargo, eso es apenas la primera parte de la película, cuando afloran todos los lugares comunes y clisés de este subgénero que los estadounidenses han patentado y desplegado hasta el hartazgo.
Y, acaso, el mayor problema es que las escenas se suceden casi en forma caprichosa, sin armonía, como si fueran una sucesión de ideas visuales forzadas a encajar en una especie de historia. Cambre casi nunca abandona el punto de vista de su protagonista, Tomás, un adolescente bastante introvertido, fascinado con la luna y los viajes espaciales. Un telescopio es lo único que lo separa de su madre obsesivo-compulsiva (Leticia Brédice), un padre casi ausente (Germán Palacios), una hermana bastante molesta y la amenaza de repetir el año escolar.
Pero como si la “traumática” vida burguesa de Tomás no tuviese suficientes pesares -incluido un trauma del pasado que lo obliga ir a un psiquiatra, tomar pastillas y aislarse de la realidad- aparece una vecina (Ángela Torres) por la que empieza a sentir cierta atracción, a pesar de que ella es unos años mayor que él y tiene novio.
Durante 50 minutos el film de Cambre alterna escenas que parecen influenciadas por Tiempo de volver (Garden State, Zack Braff) con la que guarda más de una similitud, con otras que parecen videoclips lisérgicos. Más allá de que esta combinación no resulta tan convincente a nivel narrativo -también varios diálogos se sienten forzados- se nota que el director y su equipo técnico le pusieron corazón y esmero a la creación de cada escena.
Sin embargo, y por suerte, el film da un enorme y arriesgado giro narrativo cuando decide concentrar su último acto dentro de la mente del personaje para centrarse en resolver los conflictos internos del protagonista. De esta forma, y sin spoilear demasiado, el film da un salto visual y narrativo mucho más original que en su primer tramo. Si bien el ritmo decae, el riesgo es compensado por un crecimiento de los personajes y, sobre todo, de las interpretaciones.
Ángelo Mutti Spinetta nuevamente -como sucedió con Primavera, de Santiago Giralt- se pone el film sobre los hombros y demuestra una destreza, comodidad frente a la cámara y espontaneidad, aún con la austeridad y discreción que le demanda el personaje, que es sorprendente. Con gestos mínimos y gran expresividad logra transmitir cada detalle de la compleja personalidad de Tomás.
Cambre podría haber ido a lo seguro y hacer una comedia más “complaciente”, pero al profundizar en los aspectos más oscuros del guion, concreta un film mucho más político y anticonservador, en el que la institución familiar ya no es un refugio confiable en donde vivir. Sin dejar de ser accesible para un público masivo, el director deja huella de una ideología e identidad autoral que, en los primeros minutos, sólo aparecía en aspectos visuales.