No hay que esperar hasta el final para sospechar que la producción es no sólo hollywoodiense, sino que sale literalmente de la “fábrica de los sueños”. Y efectivamente en los créditos la sospecha se confirma: producida por Steven Spielberg y Oprah Winfrey.
Ya desde los aspectos técnicos, que pertenecen indudablemente al lenguaje audiovisual totalmente transparente del aún viviente clasicismo hollywoodiense, la producción preludia una narrativa no sólo convencional, sino reaccionaria en lo social, en lo económico, lo cultural y lo idiomático. El montaje es lineal, cómodo para que la vista siga el relato y pasaría desapercibido si no fuese por el uso excesivo de planos en grúas que hacen volar la cámara por los aires galos para enseñarnos un pueblecito idílico a orillas de un bucólico río. Tampoco la iluminación se salva, de hecho, es fantasiosa hasta rozar lo cursi: por lo extravagante, exagerada en las escenas nocturnas, y de tan tamizada y dorada, irreal en las secuencias diurnas. Claro que si reflexionamos bien, quizás busca eso, contar un cuento de princesas y príncipes, algo fantástico, que pasa en un supuesto mundo tangible, con la pretensión de hacernos creer que todos tenemos las mismas oportunidades y que si en la vida trabajamos duro, llegaremos lejos.
Si el discurso ya rezuma conservadurismo en los aspectos técnicos, indagar en la narración puede ser más que revelador. Para empezar, una serie de tópicos típicos, manidos y gastados que a ochenta años de “Lo que sucedió aquella noche” (1934) ya podían ir desapareciendo. Un protagonista, varón - porque las mujeres no quedan bien en el papel protagonista -, de una raza ajena al país donde se encuentra - país que, siguiendo con los clichés, es estereotipadamente racista -, resulta ser un genio que a todos sorprende, incluso a los blanquitos que le ponían dificultades en la aduana. El chico, guapísimo por supuesto - en los cuentos los buenos y jóvenes son hermosos siempre -, alcanza su sueño y no sólo eso, le pasa por encima a su competidora (remarco la A) que, de paso sea dicho, es también su amor imposible, aclaremos que ella, joven y buena, es por supuesto hermosa.
Hasta aquí ya se habría saturado el cupo de tópicos. Pero la película sigue: la mala es viuda y amargada, materialista, fría e intolerante, sin embargo, se ve reblandecido su pétreo corazón con las acciones valientes del joven apuesto y dotado para la cocina. Y, como no podía faltar, los malos malísimos que incendian el restaurante de la competencia extranjera y escriben horrendas palabras detestables sobre el muro de los foráneos.
De tan maniqueo resulta no sólo vulgar, sino ofensivo el tratamiento de la xenofobia. Igual que lo machista y rancio de la trama amorosa, donde él renuncia a un sueño que de tan alto ni se había atrevido a soñar, por volver al pueblo donde vive su amada. Señores productores, que en Estados Unidos la población prefiera el individualismo del coche a las ventajas del tren, no significa que una chica en el Sur de Francia, subiéndose a un vagón de alta velocidad, no pueda pasar un fin de semana romántico con su amado en la ciudad del “amour”.
Más allá de los inverosímiles y los recurrentes recurridos lugares comunes, la película es muy entretenida y al salir de la sala lo único que apetece es un restaurante hindú o francés.