No sé si ocurrirá en todas las funciones, pero en la que organizó Disney para la prensa aparece Ava DuVernay antes de la película indicando a cámara qué quizo hacer, a quién está dirigida la historia (“niños de 8 a 12 años”) y cómo debería entenderse el film desde la perspectiva de los adultos. “Las excusas no se filman”, dice una vieja máxima del negocio cinematográfico. Las película no se explican antes de empezar, podríamos agregar.
Si ese preámbulo ya generaba ciertas dudas, Un viaje en el tiempo se encarga rápidamente de amplificarlas... al infinito y más allá. Contra el cinismo de muchos críticos he defendido innumerables películas de Disney, no solo desde su factura sino incluso desde su visión del mundo. En el caso de esta película no hay forma de salvarla: pocas veces el estudio más poderoso del planeta ha dado una película tan pretenciosa en sus intenciones y tan fallida en su realización. La transposición de la venerada novela de Madeleine L’Engle resulta por momentos irritante, ridícula y -el peor pecado viniendo de la factoría que es dueña de la más rica tradición del entretenimiento, de Pixar, de Marvel y de Lucasfilm- aburrida.
El film fue celebrado en la industria por tener a protagonistas negros: desde Storm Reid (como la pequeña Meg Murry que viaja en busca de su padre desaparecido) hasta la célebre Oprah Winfrey (aquí no solo aleccionadora sino también gigantesca), pasando por Gugu Mbatha-Raw o André Holland. Pero ni ellos ni otros actores reconocidos como Reese Witherspoon, Michael Peña, Zach Galifianakis o Chris Pine pueden hacer nada ante la inconsistencia de un cuento de hadas new age, una moraleja didáctica con una directora (DuVernay) que parece una pastora evangélica subida al púlpito en plan profético antes que ubicada en el set con espíritu de narradora.
Es cierto que hay algunas imágenes deslumbrantes (seguramente los diseñadores y expertos en efectos visuales deben ser de lo más encumbrado en la industria), pero ese despliegue está puesto al servicio de la bajada de línea y no del espectáculo cinematográfico. A Disney, al menos esta vez, se le olvidó lo que siempre ha sido su mandato principal: fascinar, seducir, empatizar. Este viaje intergaláctico y supuestamente mágico terminó, así, en un descenso a los subsuelos del cine popular.
Lo último: que muchos críticos prestigiosos de los Estados Unidos hayan elogiado esta película solo tiene una explicación posible: la “dictadura” de la corrección política que impera en el Hollywood actual y a la que muchos, por convicción o por miedo, se someten con absoluta docilidad.