Escenas en el mar
Es fácil hacer una película mala. Hacer una buena es más fácil todavía. De esas hay millones. Pero las mejores de todas son las películas raras. Las películas anfibias, las que son capaces de estar en más de un lugar al mismo tiempo (o que lo están por obligación, porque así les salió: es lo mismo), las películas que fallan en terreno conocido pero triunfan, aun sin saberlo cabalmente, en otro; las que se ganan el repudio del espectador por las razones equivocadas y obtienen, acaso a despecho de su carácter anómalo, una respuesta de aprobación que al final no puede ser sino tímida. O las que triunfan sobradamente, por razones equivocadas también. Todo esto es más o menos para decir que Una aventura extraordinaria (o Historia de Pi en el título original) no es mala como aseguran varios, ni tan maravillosa como pretenden sus propagandistas, si es que hay alguno. Es decir que en realidad es buena, como lo son todas las películas raras, aquellas que vemos cómo se tambalean por falta de un punto firme de apoyo: la película de Lee se retuerce de pura indecisión, oscila y se descarna, bien a la vista, entre el mainstream fallido, las verdades espirituales de consenso y el espectáculo universal de un hombre que se debate con el mundo y, por añadidura, consigo mismo. Pero no es solo eso.
Cuando en los últimos años no se le dio por ponerse demasiado pesado (como en Lust, Caution, donde la ferocidad de los polvos y la presencia de dos luminarias del star system chino en el elenco no alcanzaban a disimular la sordidez de cotillón del guión, la idea general de la película de presentar un pasatiempo “serio”y la veneración sumaria a la Historia como tópico esencial), ni demasiado indiferente con su tema (como en Taking Woodstock, que parece un mamarracho medio bobalicón pero que igual en una mirada atenta me parece que puede tener lo suyo), el chino supo brindar varias películas más que queribles. Hulk y Secreto en la montaña se pueden ver muy bien cuando las pasan por televisión: culpas, traumas, dolor, soledad. Una es una celebración algo melancólica del aire y de la luz. Sobre todo del movimiento. La segunda es un melodrama austero, curioso, recorrido por la inflexión de una serena tristeza. En las dos hay hombres desarrapados, golpeados, desahuciados. Siempre, al final, hombres solos contra la sociedad. No porque elijan sufrir sino porque eso resulta ser la pelea que les tocó en suerte. En Una aventura extraordinaria ocurre algo parecido: un chico debe conquistar primero su nombre. Hacerse de un nombre. Piscine, el que le pusieron sus padres bonachones y medio locos, un capricho de la India francesa del siglo pasado, es piscina pero también puede sonar a pissing (meada en inglés). De modo que hay que cambiarlo, reemplazarlo por uno mejor, uno que denote, ya que estamos, cierto vuelo intelectual entre sus compañeros de colegio. Así que se le ocurre acortarlo y queda Pi. Después, ese chico rebautizado tiene que enfrentar la pérdida del amor, de la contención familiar y del lenguaje.
Ang Lee filma todas esas tribulaciones primero como un cuento sacado de un libro con hojas llenas de ilustraciones y poco texto, con esa gracia, esa rapidez y ese poder de encantamiento. Más tarde, cuando el adolescente se encuentra solo arriba de una balsa en el medio del mar, el ritmo se vuelve extrañamente seco, el tono es el de una fábula con aire de tragedia que a su vez pierde su fuerza abrasiva para ir al encuentro de una aventura extraña, como si Kipling dejara hablar al espíritu de sus criaturas a expensas de la acción física: las olas monstruosas y la fauna marina digitales de la película se alternan con largos pasajes en los que el hombre mide su inteligencia con el tigre que le disputa el territorio de la balsa. Pi escribe un diario para no enloquecer. Entre tanto lee un manual de supervivencia y más o menos obtiene alguna pista para domar al animal. Establece premios y castigos y demarca el territorio: no sé si lo vi yo solo pero Pi traza una línea divisoria meándola para que el tigre la huela (ya no es más Pi, entonces, porque el animalote no sabe de esas cosas, y vuelve a ser Pissing, ahora con un propósito. Es decir que tiene que empezar de nuevo). El niño pasa en muy poco tiempo a ser un joven curtido por el dolor y el embate de los elementos. En la necesidad imperiosa de superación, casi sin que nos demos cuenta del proceso –Lee es sorpresivamente elusivo y refinado cuando quiere-, Pi alcanza en la pantalla ese carácter solar propio de la juventud, que es el estado más apropiado para los dioses, para los héroes y para la aventura.
La creación de imágenes digitales parecía una solución pero puede también ser un problema. Y en Una aventura extraordinaria los problemas son buenos. Lee parece menos interesado en que los trazos digitales reproduzcan la realidad que en gestar una realidad nueva, nacida en el deseo, los sueños y la desesperación del protagonista. Mientras que los movimientos de los animales son perfectos, el color y la textura del mar embravecido no siempre lucen del todo convincentes y más de una escena amaga con acabar devorada por la vanidad tecnológica, esa avidez por redoblar la apuesta e ir siempre más allá de lo real, aunque no haga falta. Pero ese tono falso también es parte del encanto de una película que termina preguntándose por el estatuto de verdad de lo que vemos. De ahí que no está mal que Una aventura extraordinaria luzca también incompleta, incluso a veces mal ensamblada, con sus partes más o menos realistas, con sus efectos especiales más o menos logrados. La mayor sorpresa de la película es que, en el fondo, la emoción que la atraviesa no parece una condición última que se desprende de un relato con moraleja sino un sentimiento surgido directamente de la naturaleza de su construcción.