Ang Lee, un tigre haciendo películas
La de Una aventura de extraordinaria es el tipo de historias que más suelo odiar. Todo lo que en cine suene a espiritualidad, a “poesía”, a corrección política, a exotismo y pintoresquismo, a discurso aleccionador dominado por moralejas bienpensantes, alegorías, simbolismos y metáforas me genera una irritación particular. Entiendo que a muchos espectadores les guste y hasta se conmuevan, pero para mí cuando el mensaje está por delante (o por encima) del relato puramente audiovisual se enciende un alerta roja.
Por suerte, el frente de esta transposición del best seller de 2001 escrito por David Magee (uno de esos libros que jamás me tentaría en los anaqueles de una librería) aparece Ang Lee, un director talentoso y versátil (recuerden que hizo desde El banquete de boda y Comer, beber, amar hasta Sensatez y sentimientos, La tormenta de hielo, Cabalgando con el diablo, El tigre y el dragón y Secreto en la montaña) que hasta en sus films menos redondos (Hulk, Crimen y lujuria, Bienvenido a Woodstock) siempre consigue momentos de gran cine.
Aquí, describe -pendulando siempre entre dos tiempos narrativos- la historia de un adolescente de 16 años, cuyo padre posee un zoológico en la India. Cuando el negocio quiebra, la familia se embarca hacia Canadá con algunos animales valiosos a bordo. Pero el barco naufraga y el bueno de Pi quedará en un boto en medio del Océano Pacífico durante 227 días y con la única compañía de… ¡un tigre de Bengala!
Si esa premisa con algo de Moby Dick puede resultar entre audaz, provocativa y absurda (por qué no ridícula), Ang Lee la transforma durante buena parte en una narración cautivante, por momentos fascinante, con un muy virtuoso y al mismo tiempo delicado uso del 3D y de las imágenes CGI (que hay muchas). Una mención especial merece el DF chileno Claudio Miranda (Tron: el legado, El curioso caso de Benjamin Button y la inminente Oblivion), quien desde hace un tiempo ya juega en las ligas mayores y lo hace con un sello propio.
Si la película sale a flote (uy, yo también caí en la metáfora fácil) de este tour-de-force emocional y cinematográfico es, precisamente, porque estamos ante un director que prioriza la fuerza de la imagen por sobre la palabra (de hecho, cuando en la actualidad un Pi ya adulto que interpreta Irrfan Khan le cuenta la historia a un escritor canadiense encarnado por Rafe Spall la película se torna un poco recargada y subrayada).
El guión juega todo el tiempo con la duda del espectador: ¿Lo que vimos es real o una invención, pura fantasía? Al fin de cuentas, no importa demasiado. Ang Lee hace que esas dos horas de “verdad” o de “manipulación” valgan la pena. No creo que estemos ante una película extraordinaria (tiene zonas no del todo convincentes), pero queda claro que tampoco se trata de una aventura ordinaria. Contra todos los (mis) prejuicios, vale la pena.