Cuando un film hace honor al título
Por una vez, la tecnología 3D y la abundancia de efectos especiales no satura, sino que contribuye a una experiencia cinematográfica dichosa. Más allá de las moralejas finales, la película del muchacho y el tigre de Bengala es un soplo de aire fresco.
Así como en la superficie del relato lo hacen un muchacho, un tigre de Bengala y la entera extensión del océano Pacífico, tres fuerzas dispares combaten en el interior de Una aventura extraordinaria, que hoy a media mañana estará recibiendo, seguramente, una buena cantidad de nominaciones al Oscar. Una de ellas, notoriamente descuidada por la contemporaneidad, responde a la más noble y tradicional vertiente de la narración infantil y juvenil: el relato de maravillas. imposibles de creer que transcurren en mundos ostensiblemente irreales, desde Las mil y una noches (Borges agregaría La Biblia) hasta lo que Harry Potter debió haber sido y fue sólo parcialmente, pasando por Salgari, Julio Verne, El barón Munchhausen y los seriales cinematográficos de los años ’30 y ’40. La segunda fuerza en pugna, en sintonía con un verdadero pilar de la idiosincrasia estadounidense, es la épica de la supervivencia. Epica siempre individual, aleccionadora (inspiring, dicen allá), al borde mismo de lo sobrehumano. La tercera fuerza es lo sobrehumano mismo: la idea de Dios, y de cómo y de qué manera puede llegar a incidir en el mundo de los hombres.
De ese juego de tensiones internas devienen los altos y bajos, los puntos de gran interés y los de menos, los deslumbramientos y ramplonerías de este nuevo film del taiwanés Ang Lee, el sensato y sensible realizador de Sensatez y sentimientos, El tigre y el dragón, Hulk y Secreto en la montaña, entre otras. Filmada en 3D digital (soporte y formato a los que, como en muy escasas ocasiones, se les saca todo el jugo aquí) y basada en una novela del canadiense Yann Martel, Una aventura extraordinaria es una de esas películas en las que –producto de lo que podría llamarse “metalingüística–ambiente”– narrador, narración y lector/espectador son parte misma del relato. En busca de inspiración para una novela y al tanto de que el objeto de su búsqueda habría vivido una aventura a la altura del título, un escritor innominado (el británico Rafe Spall) visita a Pi Patel, nativo de la India afincado en Canadá (Irrfan Khan, superestrella del cine de ese país).
El relato de sus andanzas, que Patel hace ante el escritor, se ve filtrado por la mirada de éste, tan sedienta de peripecias fabulosas como la de un niño (de hecho, Martel reconoció que buscaba historias extraordinarias cuando dio con ésta). De allí que el relato de Pi, que de ahí en más se despliega ante los ojos del espectador, esté lleno de buen humor, fantasía, disposición para la aventura, desafíos más grandes que la vida y, claro, una historia de maduración. Por una circunstancia que no viene a cuento, siendo un muchachito Pi naufraga en alta mar, teniendo por única compañía, a bordo de un bote de unos seis metros de eslora, a... un tigre de Bengala. Las provisiones son escasas y el animal (que por un error de registro lleva el nombre de Richard Parker) está, como es lógico, tanto o más hambriento que él. Con una única diferencia: uno de los dos representa alimento para el otro.
Si suele criticarse el abuso de efectos especiales y digitales por parte de Hollywood, hete aquí una película para defender su uso, y hasta su abuso. Una aventura extraordinaria no sería extraordinaria (en el sentido estricto de “fuera de lo ordinario”), de no ser por el modo en que –obra conjunta del notable DF chileno Claudio Miranda, el exuberante diseño de producción y el ejército de especialistas en edición, digitalización, FX y 3D que la Fox puso al servicio del film– todo brilla, se satura de colores, toma relieve y se mueve aquí. En otras palabras, todo adquiere el aspecto de un relato infantil por entregas. En edición de lujo, por cierto. De modo muy coherente, teniendo en cuenta el ambiente étnico en que transcurre, Una aventura extraordinaria luce como una de Bollywood (nombre con que se conoce a la industria cinematográfica de la India), pero sin canciones (no hay película de Bollywood que no las tenga, así se trate de un thriller político o un dramón de lágrima suelta).
La coherencia no es sólo de ambiente, sino, lo que más importa, de modo de relato. Es ese diseño de producción, ese montaje digital (lleno de sobreimpresiones, mascarillas y barridos, que recuerdan en parte los de Hulk), esos asombrosos efectos acuáticos que el formato digital habilita (con notables escenas submarinas), ese 3D que hace del salto de un tigre (tigre digital, dicho sea de paso) un momento sobrecogedor, lo que potencia la voluntad de aventura y fantasía de Una aventura extraordinaria, con su lluvia de peces voladores, sus noches de Las mil y una noches, su ballena como de Pinocho, su isla de plantas carnívoras, su imposible historia de supervivencia. Todo eso reina, en Una aventura extraordinaria, durante alrededor de una hora. De a poco, la película va poniendo el acento en el modo en que Pi vence sus propios miedos y debilidades, para devenir héroe, mientras el Pi adulto indica, desde el off, cómo hay que interpretar esa fábula, recordando que sin una manito de Dios nada de eso hubiera sido posible. Allí la fábula halla su forzada moraleja y la aventura, que hasta entonces supo ser extraordinaria, deviene ordinaria.