El pasado como aprendizaje
Una aventura extraordinaria es el título de estreno local de Life of Pi ("La vida de Pi"). Una aventura extraordinaria es uno de esos títulos genéricos, casi el colmo del título genérico, que en un tiempo más se va a confundir con muchos otros títulos genéricos locales que le han quitado singularidad a las películas. Sin embargo, llamar a La vida de Pi Una aventura extraordinaria no deja de ser astuto. Una aventura extraordinaria llama la atención sobre lo mejor de la película de Ang Lee, lo más atractivo, el pasado del personaje del título; ése es el corazón del relato y su factor de venta más llamativo. El pasado es el aprendizaje, el viaje, el crecimiento, el naufragio, la aventura en y a veces contra la naturaleza, la convivencia con un tigre en una balsa en alta mar durante más de siete meses. El pasado es, realmente, la aventura extraordinaria, y allí la película deslumbra mediante un uso consistente de la creación digital y la aplicación eficaz de los efectos 3D. Un tigre como compañero de deriva de un humano, con movimientos fluidos e interacción creíble. Tormentas de un poderío visual similar al de Una tormenta perfecta, de Wolfgang Petersen. Y la secuencia de los peces voladores, no sólo de una fuerza arrolladora y de esos momentos ideales para ver en cine y en 3D, sino además contada de tal forma que el ruido del aleteo, las gotas de agua y los movimientos del tigre y de Pi se interconectan en una narrativa veloz y perfectamente comprensible. Ang Lee -como lo demostró en Hulk , una de sus mejores películas- sabe ordenar la energía visual sin caer en la anarquía y en el barullo narrativo de la proliferación de planos inútiles. Y también se anima a desviarse, a llegar a disgresiones visuales sin temor a bordear el esteticismo (el momento del mar iluminado y la ballena, de gran impacto aunque ciertamente no tan bien integrado a la narración como el de los peces voladores). Pero incluso ese momento de ballena y luces de póster conecta con lo extraordinario de la aventura extraordinaria. Y hasta se perdona la presencia chirriante de tan breve -parece un cameo de esos que distraen- de Gérard Depardieu: en ese viaje de tamaña intensidad es hasta lógico que el cocinero sea un francés gruñón interpretado por un actor famoso.
Pero la película, por más título local que tenga, se llama La vida de Pi , y esa vida -que tuvo sus momentos extraordinarios en la infancia y la adolescencia, con zoológico en casa, mudanza desde la India en barco y una supervivencia increíble- se relata desde el presente, y en el presente Pi es un señor que le cuenta su historia -con un poco de simpatía beatífica y forzada del actor-estrella indio Irrfan Khan- a un escritor frustrado, interpretado con demasiada actitud de telefilm por el inglés Rafe Spall. Los segmentos del presente pausan la aventura, la anestesian, y llegan finalmente a la "reflexión sobre el estatuto de verdad de la narración". Esta reflexión llega de forma tan tardía, atropellada y atolondrada que termina, más que enriqueciendo, debilitando lo construido en el agua, quizá por un respeto excesivo a la estructura de la exitosa novela de Yann Martel y por la decisión de privilegiar la condensación en lugar del corte, sugerido por André Bazin a la hora de adaptar libros. Esos segmentos del presente, en donde están casi todas las notas falsas de la película (sus defectos se podrían resumir en "pasteurización burocrática"), no hacen mucho más que "enmarcar" con demasiado peso y de forma anodina esta aventura extraordinaria que Ang Lee tenía en sus manos para hacerla, además, inolvidable en su totalidad y no solo en sus momentos visualmente asombrosos.