Solamente la simpatía de algunos personajes permite que este panegírico a una cierta cultura del trabajo resulte masticable.
Si Una buena receta fuera literalmente una apuesta gastronómica, desmentir su gusto a plástico sería un desafío propio de un asesor de imagen. Cada ingrediente de la puesta en escena y las decisiones narrativas dan como resultado el remedo de una exquisitez culinaria. El género gastronómico en el cine cuenta con sus adeptos, y rara vez las películas sobre comidas consiguen vencer la contundente trivialidad de convertir el alimento en una metáfora aleccionadora. El apetito cinematográfico suele ser traicionado.
En el film de John Wells se trata de vindicar el espíritu de equipo, incluso si los cocineros que están bajo las órdenes de Adam Jones, un chef extraordinario, repitan al unísono “Sí señor” cuando la situación apremie, como si se tratara de una tropa que va a la guerra y el punto justo de una salsa parezca el equivalente a la puntería que se le solicita a un francotirador en plena batalla. Aquí se nos dice que tener un restaurant top en Londres es como conducir un ejército, ya que el mercado gastronómico así se concibe. La competencia es feroz, la traición entre pares una posibilidad, el deseo de fama una lógica incuestionable. Ser el máximo héroe en la guía Michelin es como obtener un Óscar, pero la moraleja aquí es que las grandes proezas se conquistan en equipo. El teniente dietético lidera; la tropa acompaña.
La historia es simple, el trasfondo denso: Adam fue el mejor discípulo de un chef parisino. Sus adiciones a la droga y al alcohol arruinaron su carrera. Después de hacer penitencia en su país pelando ostras vuelve a Europa para obtener las 3 estrellas de Michelin. Se reencontrará con sus viejos compañeros, el hijo de su maestro que administra un restaurante y quizás se vuelva a enamorar de una colega. El pasado aún lo persigue, el presente lo exige y el futuro es incierto.
Todo es predecible en Una buena receta. Los roles de los personajes (algunos queribles), los gestos en las escenas tensas y tiernas, la subtrama amorosa y la gangsteril, incluso hasta la numerosa variedad de especialidades gourmet que desfilan en planos cortos durante toda la película carecen de inventiva. El film podrá estimular las glándulas gustativas, no así la inteligencia y menos aún la relación que existe entre el alimento y el pensamiento. No hay ninguna escena como el glorioso pasaje de Ratatouille en el que el crítico gastronómico recuperaba un recuerdo de infancia y a través de él se develaba la relación de una comida con la memoria emotiva. La filosofía empresarial es demasiado pragmatista: el objetivo del chef es adueñarse del deseo del comensal, de ese objetivo depende su triunfo.
Película ideal para la didáctica de un curso rápido en gestión y eficacia en la creación de equipos en empresas, el éxito, un valor absoluto e indispensable para ser una persona cabal en nuestro tiempo, se humaniza invocando al esfuerzo mancomunado. Pero el inconsciente de un film siempre se expone y cuando Adam invoca a los guerreros de un film de Akira Kurosawa la película más que hablar de cinefilia enuncia su punto de vista: la competencia es una guerra interminable por otros medios.