Los seres de luz existen y muy de vez en cuando el cine llega a atrapar algo de su brillo. Anna Chung es simpática, generosa, expansiva, animada, alegre; que los directores de Una canción coreana se toparan con ella y hayan logrado convencerla de hacer un documental es un evento fortuito del que todos debemos estar agradecidos. Anna es una inmigrante de Corea del Sur, está casada, tiene dos hijos, atiende un bazar, da clases de canto, está en un coro y se encuentra terminando los preparativos para abrir su restaurante. Anna es una mujer incombustible, su rutina diaria en ningún momento hace mella en su buen humor y predisposición. Y Una canción coreana es documental sobre Anna, sobre su historia y su presente, pero además es una obra de teatro que relata una porción de su vida y que, junto con un número vivo de ella, se propone como fragmento a futuro del documental que en ese momento todavía se está rodando. Finalmente, además de una película y obra de teatro, Una canción coreana es el restaurante de comida coreana que queda en Flores. La película se ofrece siempre como un objeto construido que muestra sus costuras sin ninguna clase de culpa, como cuando en Los Angeles Anna le explica a su madre cómo debe hacer para actuar correctamente el reencuentro que se va a filmar. En ese gesto de revelarse en tanto proceso creativo, los directores comparten algunos de los mails intercambiados con Victor, el marido de Anna, conspirador secreto que pareciera tratar de sabotear silenciosamente el proyecto en más de una ocasión y, cual villano de melodrama, quedarse con Anna para él solo.