Una chica invisible

Crítica de Brenda Caletti - CineramaPlus+

ESPEJOS INAGOTABLES

Como si se tratara de un juego de espías e infiltrados a gran escala, los personajes de La chica invisible se intercambian la piel, mutan, modifican el punto de vista, se exponen, pierden el dominio sobre sí mismos pero sin dejar de corresponderse. Sumergidos en un mundo asfixiante que oscila entre lo virtual y lo cotidiano, se encuentran apremiados por el poder de un ‘me gusta’, por las multiplicaciones infinitas de los registros alojados en la web, por los vínculos, por las embestidas emocionales a través de los comentarios, por la vigilancia constante de cámaras y pantallas, por la soledad fuera del ciberespacio y la búsqueda de refugio en el hogar, entre objetos y recuerdos. Una superposición de cruces y giros que no sólo remarcan la fragilidad de los límites –cada vez más borrosos, naturalizados y reproducidos–, sino también cierta urgencia entre los navegantes de pertenecer, de acuerdo a sus actividades e ideologías, a las categorías de trending topic, famosos, haters, voyeuristas o stalkers. La irresistible promesa del paraíso.

Para tejer y validar los reenvíos, el director articula el desarrollo narrativo y la mixtura de tonos con la reiteración de algunos recursos técnicos. Mauro y Daniel se obsesionan con Andrea y cada uno responde según sus recuerdos y manías, mientras que la mujer y Juana, una preadolescente de 11 años, está atrapadas en la red. La primera recae en el alcohol tras descubrir que el video de su peor audición se viraliza en Youtube; la segunda recurre a grabaciones y posteos para volverse visible para el padre. Estos lazos fortalecen la interconectividad y las insinuaciones a un mundo digital omnipresente a través del uso de planos pecho o medios, la alternancia con planos detalle –en su mayoría de manos sobre el teclado o mouse– y la mirada a cámara. Porque no sólo posibilitan interacciones dentro del relato, sino que proponen romper pantallas y dispositivos para invitar a los espectadores a ser parte.

Cada frase o gesto dicho hacia la cámara incomoda al sujeto implícito del otro lado, sin nombre ni rostro definido pero inmerso en la misma invitación de pertenencia. Cada sucesión de planos lo impulsa a revolverse en la silla sintiendo que también forma parte de la trama porque espía a Andrea como Daniel y lee junto a Juana el manga del mismo título que la película y, de igual modo, se encuentra rehén y embelesado por el inabarcable universo tecnológico con sus propias inquietudes.

Otro de los aspectos interesantes de la ópera prima de Francisco Bendomir tiene que ver con la potencia estética y de puesta en escena. Los espacios contienen tantos detalles y capas que describen a la perfección a los personajes sin necesidad de diálogos o explicaciones como los mini Hulks en la lámpara, los stickers de Mafalda que cubren toda la cocina, los imanes de pizza que sostienen una foto o el uso de la máscara de El juego del miedo con una vincha rosa y orejas de gatito. Las composiciones hipnotizan de tal manera que no pueden dejar de mirarse, como si convocaran a rastrear todos los resquicios y, a la vez, reconocieran esos lugares como viejos amigos. La disposición de los objetos en sintonía con la paleta de colores –incluso en la vestimenta y accesorios– sumado a las guirnaldas de luces crean la ilusión de una obra teatral, que se rearma constantemente frente a los ojos atentos del público o como el esperado reencuentro con un sitio al que se anhela regresar.
Hacia el final, la promesa parece romperse. Ya no importan los rótulos ni la pertenencia ni las interpelaciones porque hay algo más profundo que todo aquello que parecía importante. El poder de lo infinito.

Por Brenda Caletti
@117Brenn