Una comedia que es yeta
No es inusual que en la industria nacional se filmen bodrios insalvables y que sus responsables logren la proeza de estrenarlos en salas comerciales. Lo mismo podría decirse con respecto a la política del INCAA que permite que una película tan chapucera como Una Cita, una Fiesta y un Gato negro sea subvencionada con los fondos del estado. Nadie en su sano juicio después de leer semejante guión puede darle luz verde a un proyecto condenado al fracaso desde el vamos. La opera prima de Ana Halabe -que demuestra no estar a la altura de las expectativas que presupone cualquier debut- bordea el amateurismo en muchos momentos y sólo el oficio de sus actores evita que la experiencia sea aún poco menos penosa de lo que en verdad es.
El concepto del Jettatore que ofrece este filme producido y coescrito por Horacio Maldonado (para quien Halabe suele ejercer como asistente de dirección) viene de lejos y sobran los antecedentes en el cine, el teatro y la televisión. Pensar que hace siete u ocho años fuimos muy rigurosos en la crítica a la ópera prima de Sebastián Borensztein La Suerte está echada, que con una premisa similar pecó de ambiciosa en su planteo provocando problemas estructurales y tonales indisimulables. Aquel excesivo relato con Gastón Pauls y Marcelo Mazzarello comparado con Una Cita, una Fiesta y un Gato negro es una genialidad por donde se la mire. Con sus fallas había una búsqueda, ideas y un sentido del humor inteligente que respetaba a su público. No era perfecta pero se notaba que detrás de las cámaras existía un creador con potencial. Nada de esto ocurre con Halabe que no se destaca como autora ni como realizadora y muchísimo menos como compositora (la música parece haber sido concebida desde una notebook personal: la precariedad aquí es extrema). No hay placer en pegarle pero los lectores merecen sinceridad y claridad: su trabajo no resiste el menor análisis.
El reencuentro después de una década entre dos ex compañeras y amigas del colegio secundario es la historia que narra Halabe con más torpeza que convicción. Gabriela (Julieta Cardinali) es la propietaria de una pinturería y Felisa (Leonora Balcarce) también está vinculada al rubro ya que es dueña de una fábrica de pinturas. El conflicto pasa por los malos recuerdos que guarda Gabriela de su ex mejor amiga a quien considera irracionalmente mufa. La sorpresiva reaparición de Felisa en su vida desata una miríada de calamidades que parecieran ratificar sus peores temores: la chica es un Jettatore hecho y derecho. Tras ser asaltada en su lugar de trabajo, quedar en descubierto en el banco por un embargo de la AFIP, sospechar de una infidelidad de su marido (Fernán Mirás en un papel de cinco minutos) y ser reprendida por el director de la monopólica franquicia (interpretado por un patético Roberto Carnaghi) que le aporta la materia prima para su negocio, Gabriela comienza a elucubrar un plan para que la mala suerte que irradia Felisa quizás pueda ser utilizada en beneficio propio…
No hay nada más triste que una comedia que no contagia alegría, energía, risas o una simple sonrisa. En la privada para prensa de la película no se escuchó ni siquiera una carraspera. En el final, aún con la sala a oscuras, se oyó una voz anónima que musitaba amargamente: “No puedo creer que esto es un largometraje”. ¿Honestamente? Yo tampoco…