Documentales sobre pueblos o pequeñas ciudades hay miles. Aquí y en el resto del mundo. Cualquiera puede tomarse unos días, instalarse en determinada localidad, comenzar a filmar la dinámica del lugar y, con un poco de intuición, persistencia y sensibilidad, hasta podrá encontrar esos personajes entrañables que pululan en todo entramado social.
Lo que diferencia el simple documental observacional de la película con vuelo propio es el ojo del director, su capacidad para conseguir algo más que el registro puro y duro, y luego para construir en la mesa de edición una narración superadora de esa “realidad”. Rodrigo Moreno consigue en varios momentos de El custodio y Una ciudad de provincia que los viejos que se reúnen cada noche en el bar, los adolescentes que juegan al truco o van a la disco, los entusiastas rugbiers, las vendedoras de artesanías (industriales), los músicos, los perros, los que pasean en motos o los pescadores en el río adquieran una dimensión especial. Esa sinfonía de la ciudad es en el conjunto -en el fluir y la deriva que presenta el director- bastante más que la suma de sus partes.
La propuesta del director de Un mundo misterioso tiene dos características aparentemente contradictorias entre sí: la ciudad luce más fea de lo que en verdad es y, por suerte, no se regodea en el patetismo que suele abundar en todo pueblo o ciudad pequeña (¡y en las grandes urbes también, vamos!).
El relato coral y la falta de testimonios a cámara reveladores o emotivos (lo más “intimo” que hay es una charla entre dos chicas en moto sobre miserias afectivas de personajes que no conocemos) hacen que ningún personaje genere particular empatía o interés. Todos son seres anónimos porque, en verdad, el eje del film es la ciudad en sí misma. El resultado es un retrato comunitario con un tono amable y, en ciertos momentos, incluso lírico y fascinante. No es poco.