BAFICI 2017: películas para celebrar y discutir. Como sus títulos de crédito, esta incursión de Rodrigo Moreno en las rutinas de una ciudad entrerriana está escrita con minúsculas. Después de un comienzo en el que la cámara envuelve, con un elegante movimiento, una majestuosa edificación mientras se escucha la música que un pueblerino interpreta en una emisora de radio local, se da paso a una mirada que pone su atención en lo pequeño y lo frágil. Moreno no busca satirizar ni idealizar las sencillas costumbres de los pobladores; sólo se detiene en gestos y detalles, que van apareciendo como en bloques, determinados por distintos ámbitos. Delectándose con los empleados que entran y salen de distintas oficinas en el interior de una dependencia oficial, o con una mano que intenta acomodar pequeñas artesanías en una vidriera, logra gags imprevistos que recuerdan el cine de Jacques Tati; colándose en las conversaciones de dos pescadores o de un grupo de risueños adolescentes, consigue extraer miradas y expresiones sinceras, en las que puede hallarse algo de esa nobleza difícil de encontrar en las grandes ciudades; acompañando a dos chicas que no paran de criticar a personas que conocen mientras circulan en moto, convierte un hecho intrascendente en un acto vital y gracioso. Algunas decisiones no parecen justificadas, como demorarse dos veces en el juego de unos jóvenes rugbiers (si bien en la segunda ocasión una pelea entre los mismos produce chispazos), aunque se evidencia, y se agradece, que el director esté todo el tiempo raspando el diamante en bruto que ofrece su material, encontrando a menudo fulgores y explotando, con el encuadre o la edición, ideas con sentido lúdico. En estos tiempos en los que casi no apartamos la vista de nuestros teléfonos celulares, el film reivindica el placer de mirar (personas, perros, calles, paisajes, lo que sea), distrayéndose incluso, sin apuro ni fines utilitarios.
Fernando G. Varea