Todo es gris en Una educación parisina, la película de Jean Paul Civeyrac. Cuando el péndulo se inclina para el blanco, respiramos cine, nos conmovemos con los personajes viendo un plano de Marlen Khutsiev, participamos de alguna fiesta y disfrutamos de los rostros juveniles anclados en París. Pero si el péndulo se corre al color negro, la ciudad se vuelve tediosa, los protagonistas sacan a relucir su arrogancia y son capaces de consultarle a Pascal antes de coger. Así están dadas las cosas, en una cornisa entre las telarañas museísticas de la Nueva Ola y ver qué se puede hacer con el cine más allá de la reflexión. No obstante, un epígrafe de Novalis y un primerísimo primer plano de “Cumbres borrascosas” (la primera cubierta de tantas que transitarán a lo largo de la historia) ya advierten el romanticismo de este mundo en blanco y negro (bellísimo por cierto).
Etienne se traslada desde Lyon a la capital francesa para estudiar porque “la cinematografía está en París”. Allí intentará dar sus primeros pasos como director, aunque quedará enganchado en su propia película, una vida donde se alternan hermosas mujeres, amigos, y la imposibilidad de conciliar eso con su novia Lucie, que estudia en otro lugar. Civeyrac no descuida uno de los tópicos favoritos de la tradición a la que pretende honrar y la cuestión del amor problemático es uno de los ejes visibles. No obstante, también retoma (a modo de homenaje) las discusiones acerca de taxonomías y posiciones con respecto a las diversas formas de hacer y leer el cine. No faltarán referencias a Rivette, Truffaut, Rohmer y otros cahieristas en torno a debates en cuanto a la ética de las imágenes y otros asuntos pasados de moda. Porque si hay algo interesante en la película es cómo se escenifica el dilema de las nuevas generaciones con respecto a los fantasmas de la teoría del autor. En una escena clave durante una clase de cine italiano salen a relucir argumentos de todos los costados. Están quienes defienden los géneros, están aquellos que se aferran a la idea de que todo pasado siempre fue mejor, los que reniegan del estatuto de las imágenes como si fueran la reencarnación de Serge Daney o los que simplemente viven la experiencia desde un lugar menos contracturado. Un personaje, Mathias, demuele las ideas del resto para escudarse en una pared de soberbia que prontamente mostrará las grietas y las consecuencias emocionales. Etienne ve en él un espejo de su propia arrogancia porque él ha comprado el discurso de que hay que ser una esponja absorbente de conocimiento y dormir en los laureles de la pose (un poco como la película misma, incapaz de inyectar vida allí donde solo hay una enumeración de citas).
Algunos intercambios verbales en tertulias hacen recordar al mundo de la crítica cinematográfica, con sus exclusiones, sus variadas formas de desvirtuar, de formar cortes de acompañamiento, incluso, con la tozudez de quienes pretenden reducir cualquier fenómeno estético a una idea personal de política, de modo tal que todo aquello que no entra en sus propias categorías mentales no se discute, se anula, se vapulea desde los lugares más miserables de la chicana. En ese sentido, Civeryac parece tocar una tecla que por estos pagos suena muy seguido.
“¿Cómo se sabe si algo vale la pena?” pregunta en un café Etienne a su interlocutor. Posteriormente, avanzada la película, lo vemos sentado entre dos mesas. De un lado, dos jóvenes hablan sobre los poetas malditos; del otro, una mamá le regala una canción de cuna a su bebé. Etienne está en el medio, mira a ambos lados y esboza una sonrisa por primera vez. ¿Encontró una respuesta a la pregunta? ¿Hay que separar el cine de la vida, encapsularlo en la vitrina de un museo enciclopédico, consagrarlo a la amargura infinita? ¿O el cine también es una forma de felicidad posible? Los personajes de Una educación parisina, pese a su condición de burgueses angustiados, tienen sus argumentos. Pero el punto de vista que construye la cámara deja un sabor agrio.