En estos años baldíos de Marvel, gore y las más diversas formas de cancelación, la mera existencia de este film bastaría como motivo de júbilo. Sus personajes son jóvenes estudiantes de cine desencantados de sus abuelos, es decir, de quienes hicieron el mayo francés de 1968, la nouvelle vague, la imaginación al poder y el prohibido prohibir, y más tarde traicionaron sus principios -sin el humor de Groucho- para transformarse en esos buenos burgueses contra los que tanto habían combatido. Jean-Paul Civeyrac, director del film, es legatario de una indignación similar a la vez de una nostalgia ajena, ya que era un niño cuando ocurrieron aquellos hechos (hoy tiene 57 años, y 52 en el momento del rodaje).
Estos estudiantes provienen del interior (Lyon, Bordeaux, etcétera) y llegan a París para estudiar cine, tanto en la teoría como en la práctica de cortometrajes. Civeyrac los filma en blanco y negro, pantalla panorámica, y los dota de atributos más literarios que reales: discuten en los cafés como se discutía cuando aún se fumaba (ellos siguen fumando); debaten películas como en los tiempos de la Cinemateca de Henri Langlois, y citan autores, filósofos y cineastas como lo hacían los personajes de Godard, pero con una diferencia básica: lo que en la nouvelle vague era expresión de libertad o contingencia (Belmondo en la bañera leyendo en voz alta una edición “poche” de la Historia del Arte de Elie Wiesel, en Pierrot le fou), acá las citas responden a un orden estrictamente cartesiano; todas ellas se pueden explicar en el contexto de lo que les ocurre a los personajes y a la dirección moral que toma la película con respecto al mundo y a la historia (o, como se decía en una época, las citas son el “mensaje”). La contradictoria moraleja podría ser: si los abuelos nos traicionaron, nos vengaremos de ellos con una lógica pre-godardiana aunque naveguemos sus mismas aguas y empleemos sus mismas armas.
Mes provinciales, título original del film que alude a esos estudiantes de provincia que vienen a tomar su educación parisiense, es también el de una obra de Pascal en la que el autor de los “Pensamientos” arremete contra la hipocresía de los jesuitas: la mentira es lícita siempre que no intentemos engañar a Dios. El protagonista del film, Étienne (Andranic Manet), una versión más melancólica que la del Antoine Doinel de Jean-Pierre Léaud de Truffaut, o la del de La maman et la putain de Jean Eustache (aunque menos problemático para irse a la cama con la que sea), se compra una edición, también poche, del Pascal referido, porque esa idea rige su vida: desde luego, sustituyendo el lugar de Dios por el de él mismo.
Así, con esta individualidad frágil que necesita siempre de una lógica contenedora (cosa que no les ocurría a los desenfadados próceres del 68) transcurre un film donde los vínculos entre sus personajes están mediatizados por la cultura que consumen. El seguimiento de esos consumos se vuelve didáctico, aunque -ni falta hace aclararlo- para un público fuertemente cinéfilo. Sólo para ese público esta película será un festín.
En tal línea, la forma en que uno de los tres amigos protagónicos, Jean-Noël (Gonzague Van Bervesselès), homosexual, enamorado en vano de Étienne, encuentra para hablarle por primera vez del tercero, Mathias (Corentin Fila), el líder del grupo y el cinéfilo más agresivo (aunque de corazón tierno, si se lo compara con algunos especímenes locales), es diciéndole: “Le encantan las películas de Boris Barnet”, cosa que sorprende gratamente a Étienne.
Barnet (1902-1963), el director ruso de La chica del sombrerero y El agente secreto, se alinea en el guion enciclopédico de esta película con otros artistas soviéticos disidentes, seguramente los preferidos por Civeyrac, con el fin de establecer vínculos entre los personajes y, como se dijo antes, explicar lo que les ocurre en su propio contexto.
Poco más tarde será el turno de Marlen Khutsiev (1925-2019), cuya película La puerta de Ylich ven los tres amigos en una proyección casera en el departamento que alquila Étienne en París. Tal proyección dará pie a que se entrometa Annabelle (Sophie Verbeeck), su compañera de piso y activista de cuanta causa circula por allí, y se entable una extensa discusión, como en los años 60, de arte militante contra arte por el arte. Los rostros cambian, los debates permanecen y también las citas: el socialista Marcel Sembat le pidió a Matisse que no se enrolara en el frente, durante la Primera Guerra, porque –le enrostra Mathias a Annabelle— la misión de un artista es ejercer el arte y no morir en el frente. No sólo son cineastas los soviéticos disidentes citados en el film sino que también hay músicos, como la pianista Maria Yudina (1899-1970), que hacía llorar a Stalin aunque nunca dio el brazo a torcer, y a quien el profesor de cine de Étienne le hace escuchar el CD de una de sus versiones de Bach).
Flaubert, su correspondencia artística; Pasolini, sus Cartas Luteranas, y algunos de los poemas de Novalis y Gérard de Nerval (a quien Mathias menciona, familiarmente, sólo como Gérard) son otras de las referencias literarias sobre las que se sostiene la arquitectura de citas del film, su tardío romanticismo y su spleen mórbido (pese a que otro de sus personajes desprecie a Baudelaire de manera manifiesta).
Mathias, con su típica iracundia de cinéfilo, suele reprocharles a los cortometrajes de sus compañeros la falta de realidad, la carencia de una expresión regida por la necesidad en lugar de esos asuntos que llenan los medios y las redes sociales, o que no son más que literarios. El film de Civeyrac suele ponerse a salvo de esos riesgos justamente cuando deja de lado lo literario y asoma una “realidad” distinta: la visita de los padres provinciales de Étiene a París, por ejemplo, o esa magnífica escena nocturna en la que el protagonista pasea a solas con Mathias, observan el Sena, y el film construye una metarrealidad sobre sus propios diálogos, sin citar a nadie más que a ellos mismos.