¿Qué le preguntarías a Dios si tuvieras la posibilidad de entrevistarlo? Bajo esta premisa, a primera vista atractiva, se esconde este panfleto cristiano cargado de didacticismo y un agobiante mensaje evangelizador, uno de los productos resultantes de la pujante “industria de la fe” en el cine estadounidense.
Paul es un periodista que acaba de volver a Estados Unidos luego de cubrir la guerra en Afganistán y se encuentra con que su matrimonio está derrumbándose. Su primer trabajo de regreso en Nueva York es un reportaje a un elegante hombre que dice ser Dios y le concede tres encuentros de media hora durante tres días consecutivos.
En una cita a El séptimo sello, de Ingmar Bergman, donde un cruzado jugaba al ajedrez con la muerte, el primer diálogo se produce con escaques y trebejos por medio. El segundo es en un teatro y el tercero, en un hospital (entre cada intercambio, hay una flojísima trama sobre la crisis de pareja del periodista). Las preguntas giran en torno a cuestiones teológicas, como si existe el libre albedrío, qué es la salvación, si existe Satanás, por qué a la gente buena le ocurren desgracias. Y, desde ya, si hay un único Dios.
Pero esta supuesta deidad, que responde con más preguntas a los interrogantes que se le plantean, se parece más a un psicoanalista que al Todopoderoso. Las charlas son reiterativas, exasperantes. El periodista pierde los estribos ante la actitud evasiva de su entrevistado y ahí, bajo el disfraz de una supuesta confrontación, llega la bajada de línea. Se suceden premisas tales como que “la fe no es el objetivo, sino el proceso” o que “el matrimonio requiere tiempo y dedicación cada día”.
Cabe preguntarse a quiénes están dirigidos sermones cinematográficos como este. A los creyentes no les aportará demasiado. Y a los ateos se les hará insoportable, aunque la intriga por saber si ese señor de traje es realmente el Señor o un impostor más tal vez pueda sostener el interés hasta el final.