Historia construida a pequeñas partes.
El opus cinco de Lerman, que viene de Toronto y competirá en breve en San Sebastián, ofrece una mezcla de drama social y thriller asentado en un uso magistral del fuera de campo, en el que la información sobre lo que sucede se ofrece a cuentagotas.
Del relato coral y generacional de un grupo de mujeres sin rumbo en Tan de repente, a la presión de una joven preceptora del Colegio Nacional Buenos Aires en medio de la dictadura de La mirada invisible, y de allí a una madre y su hijo en huida constante de una ex pareja golpeadora en Refugiado. La filmografía de Diego Lerman venía exhibiendo una tendencia a explorar universos femeninos con personajes casi siempre fuertes, tenaces y perseverantes en sus objetivos, a los que el relato encuentra en medio de situaciones que ya no pueden retrotraer y a las que sólo les queda la fuga hacia adelante, cueste lo cueste. Estrenada mundialmente en el Festival de Toronto, y pronta a competir por la Concha de Oro en el inminente San Sebastián, Una especie de familia viene a confirmar el interés de Lerman por estas heroínas. ¿O acaso debería escribirse antiheroínas? Sucede que a diferencia de su última película, donde era imposible no sentir empatía por aquella mujer (Julieta Díaz) en pleno escape de la violencia familiar, la de aquí tiene una misión cuya evaluación moral se vuelve mucho más compleja, casi dilemática, angostando así la capacidad interpretativa de la propuesta.
Una especie de familia presenta un gran problema a la hora de hablar de ella: es una película que gira alrededor de un conflicto cuyos detalles no conviene revelar. Esto porque su “gancho” tiene una pata en la resolución de ese conflicto y otra, que pisa tanto o más fuerte, en su construcción. Hasta se diría que es mucho más interesante la forma en que se lo presenta que el desarrollo de las consecuencias que genera. El opus cinco de Lerman comienza con una mujer yéndose de la ciudad antes del amanecer, como si quisiera ocultar su partida. Espacio innominado hasta bien avanzado el metraje, las referencias geográficas (se habla de Brasil) y visuales (tierra roja, calor húmedo y pegajoso, árboles frondosos) llevan a inducir que llega a algún pueblo del norte de la Mesopotamia. Tampoco se sabe por qué esa mujer –que se llama Malena y es doctora– va directo a un hospital con especial interés en el avanzadísimo embarazo de una paciente. Motivos laborales, por el carácter civil de su presencia, está claro que no hay. Pero todos la conocen, incluido el doctor que parece ser el jefe, Costas, y nadie duda en dejarla pasar a la sala de parto para el nacimiento.
¿Quién es? ¿Por qué está ahí? ¿A qué se debe el trato distante pero cordial de las enfermeras y los médicos? Dueña de una economía narrativa inhabitual para el cine argentino con ciertas aspiraciones de taquilla (Telefé es uno de los coproductores), Una especie... requiere de un espectador dispuesto a atrapar las piezas que el guión coescrito por Lerman y María Meira –en la cuarta colaboración conjunta– entrega a cuentagotas y sin subrayados. Piezas que llegan a intervalos que de tan regulares evidencian su cálculo y merman la sensación de urgencia y realismo que desde la cámara cercana a los cuerpos se intenta dar. Si esa urgencia no se pierde del todo es porque la acción recayendo sobre un único personaje ayuda a mantener concentrados el drama y la tensión en medio de un clima de opresión constante.
Como en Refugiado, hay aquí una mezcla de drama social y thriller asentado en un uso magistral del fuera de campo, desde donde parece acechar una presencia que va adquiriendo materialidad a medida que Malena se acerque a su objetivo. La diferencia era que si antes todo ese fuera de campo hablaba de una posibilidad de muerte, ahora habla de una vida, lo que se corresponde con una fotografía (cortesía del polaco Wojtek Staron) que deja atrás la nocturnidad de Refugiado para abrazar la luz natural. Impecables son también el uso del sonido y las actuaciones. La española Bárbara Lennie (Magical Girl) soporta con estoicismo todo el peso del relato, y casi que ni molesta su acento forzosamente porteño, mientras que Aráoz da muy bien como ese doctor que sabe mucho más de lo que dice. Que no termine de explotar del todo su carácter siniestro se debe a que, una vez desandado gran parte del camino, la trama empieza a cerrar sus pliegues para quedarse únicamente con el tour de force de Malena y su marido (Claudio Tolcachir) recién llegado de Buenos Aires. De aquí en adelante lo que era fluidez empieza a parecerse a una carrera de obstáculos digitalizada con los corredores avanzando sin hoja de ruta, hasta una meta donde anida una toma de posición de Malena. Y de la película.