A la última película de Sebastián Lelio conviene entrar con precaución. El comienzo, de una plenitud infrecuente, con personajes que participan de una felicidad sin grietas, anuncia algo terrible por venir. Orlando sale de una sesión de masajes y va a buscar a su novia a un club nocturno. Cuando llega, Marina está cantando con su banda: él se sienta y los dos se miran; en apenas dos planos el director establece la situación amorosa de la pareja. Como ese, Lelio se permite una gran cantidad de prodigios fílmicos apenas perceptibles, como cuando Orlando entra al bar y la cámara lo sigue hasta una mesa: no se sabe bien cómo, pero el actor Francisco Reyes es capaz de moverse a un ritmo propio que contrasta con el movimiento homogéneo del resto del lugar y sus habitantes. La seguridad de Orlando, su aplomo, mucho antes del primer diálogo, se construye en esa breve caminata: la madurez de un hombre que posee una temporalidad propia.
Lo que sigue no hace más que confirmar y ensanchar lo que ya habían mostrado las imágenes: del club los dos van a cenar a un restaurante chino. Charlan poco pero plácidamente, como si trataran de estirar el momento demorando las frases. Marina cumple años, los mozos le cantan el feliz cumpleaños en chino, Orlando saca unos pasajes de la billetera: se van de viaje en unos días. La película retrata con total normalidad la unión de un hombre mayor con una mujer trans: todo indica que los dos se sienten a gusto en la relación y que nada ni nadie del entorno se fija en la naturaleza de la pareja. Vuelven al departamento de él, cogen y se duermen. Pero la paz no podía durar. Él se despierta con un dolor, ella trata de ayudarlo: entre caídas, nervios y corridas Marina lo lleva al hospital, pero es tarde, Orlando muere a los pocos minutos.
De ahí en más, la película (nominada a Mejor película de habla no inglesa en los próximos Oscar) devela su verdadera cara: un drama contenido acerca de una mujer trans que debe lidiar con el desprecio de la gente que la rodea y con las sospechas de la familia de Orlando y de la policía, que no descartan que haya podido ser la responsable de la muerte. La identidad de la protagonista actualiza lo que en realidad es un viejo motivo: el de la mujer sola y acorralada que se defiende como puede de las agresiones de sujetos e instituciones.
Precaución, se dijo al comienzo, no solo por el giro del relato, sino también por el tono que se apropia de la película a partir de ese momento. Si Gloria contaba la historia de una mujer que se extinguía plácidamente casi sin darse cuenta, en su última película Lelio sigue a una mujer que recién comienza, que todavía está haciéndose. Marina pasa a ser señalada y maltratada por todos: los doctores de la guardia la miran con desconfianza, la policía que investiga el caso la somete a preguntas y revisiones médicas, la familia de Orlando se acerca a ella movida menos por odio que por una curiosidad mórbida. El conjunto promete otro cuadro políticamente correcto sobre las dificultades de ser una mujer transexual en una sociedad conservadora. Pero de a poco Lelio desvía el rumbo y todo se enrarece: de ese cuadro más o menos realista, la película abraza un exceso que incluye desde un secuestro y una golpiza inverosímiles hasta una fantasía musical que hace acordar a un número de Cantando Bajo la Lluvia. El sistema estético del director se contamina y transforma: la puesta en escena mantiene un evidente toque de distinción visual (de un preciosismo virtuoso, a veces un poco exagerado), pero de las escenas cotidianas del principio ahora se pasa a acompañar el estrepitoso hundimiento emocional de la protagonista, que puede incluir el caminar perdida de noche y bajo la lluvia, una visita impuntual al cementerio en un día de sol o los golpes descargados contra una bolsa de arena. La caída y el envilecimiento de una mujer como espectáculo, forma que el cine toma (y mejora) de la novela del siglo diecinueve y que el director maneja con total soltura.
El recorrido un poco grotesco de Marina, sumado a su travesía sin un orden dramático nítido, sugiere que a Lelio le interesan los artefactos cinematográficos extraños: un drama femenino de un almodovarianismo discreto, apenas audible, con toques a lo Rebollo. Solo que Marina es una mujer con piano: la pasión por la música y la presencia de un simpático profesor de canto parecen rescatarla de la espiral a la que la arrastra el guion.
Esa vorágine blinda la película contra cualquier intento de comentario sobre el mundo: Marina no se pregunta por su identidad, no se cuestiona a sí misma, no duda, y la caracterización decadentista de la familia de Orlando nunca termina de transformarse en un retrato de clase.
Una Mujer Fantástica amaga con el formato de denuncia social, con sus lugares comunes y su galería típica de ultrajes y villanos (de los que sobresale la detective, un personaje fascinante que parece sacado de un policial negro), pero se trata solo de eso, de un embuste, una pista falsa. El comienzo funciona en verdad como umbral hacia otra cosa: un viaje alucinado que sumerge al espectador en su mundo sinuoso de derivas y excesos nocturnos donde no faltan, por otra parte, escenas luminosas y la posibilidad de redención.