Galardonada en numerosos festivales y nominada a mejor película extranjera en los premios Oscar 2018, Una mujer fantástica no es un film oportunista que busque ahondar en los consabidos vórtices de conflicto y lucha que la modernidad atraviesa en tanto trata ciertas cuestiones, por el contrario dimensiona desde la identidad (propia y de su personaje), sin que la denuncia explícita sea su piedra angular.
Que existan temas delicados habla más de una inoperancia subjetiva del espectador y de una estructura social monopolizada, que de una delicadeza propia del tema en cuestión. Las condiciones determinantes las propone el entorno: el entorno es el que reduce, el que delinea los márgenes (y la marginalidad) del cuerpo-individuo, el que suaviza con humillante timidez o encarcela con brutalidad. Una mujer fantástica lo deja claro. Marina (Daniela Vega), joven camarera y cantante, es transexual y no hay delicadeza condescendiente ni impostada solemnidad en ese retrato. Hay pasión, asperezas, deseos, libertad. Hay vida.
Marina planea un futuro junto a Orlando, hombre divorciado, veinte años mayor que ella. En vísperas de unas vacaciones en pareja, luego de pasar una noche con su amada, Orlando tiene un problema cardíaco y llega muerto al hospital. El suceso nos dejará, con crudeza pero sin abusos, una certeza: ningún prejuicio es inocente. Marina es, para el entorno, mucho más que un tema delicado. Marina es una posible criminal.
La contracara es exacta: Una mujer fantástica también es la historia de ese muerto no aceptado por quienes se supone que lo aman. Marina es igual de desprestigiada que su amante. Es la elección de ambos, su voluntad, la que se menosprecia, la que recibe el castigo silencioso, el manto negro de la vergüenza.
Marina debe lidiar no sólo con el estereotipo del prejuicio declarado, sino con el juicio aún indemne de quien no ha abierto a discusión un paradigma que muta y se transforma. La lucha no es por una identidad que la protagonista ya ha sabido comprender. No hay un periplo ejemplificador, torpe en justificaciones, sí un retrato transgresor y actual, universalizante y, desde el oficio narrativo, inclusivo y valiente. Sebastián Lelio logra ser atemporal con los requisitos constructores: la injusticia, la ignorancia, el egoísmo y la visión social imperante siguen siendo el peligro.
La artista transexual Daniela Vega -no sólo involucrada actoralmente sino que colaboradora del proyecto desde el germen del guion-, se luce dando forma a un personaje que no pide nuestra compasión. Sus deseos, sus miedos, su realidad no apelan a la construcción del mártir, sino a la concreción de una individualidad cautivadora que late con su propio ritmo y color.