SOLOS Y CONFUNDIDOS EN LA MADRUGADA. Las películas argentinas realizadas en busca de un público amplio parecen restringirse, últimamente, a los policiales (protagonizados por Darín, Sbaraglia o algún otro actor convocante) y las comedias con parejas en problemas. En este último apartado podría colocarse Una noche de amor, segundo largometraje de Hernán Guerschuny después de El crítico (2012/13), que también exponía las desventuras tragicómicas de un vínculo amoroso, aunque matizadas con ironías y referencias cinéfilas.
Guerschuny se diferencia, de todos modos, de lo que acostumbran hacer pares suyos como Suar o Taratuto: en sus films no sólo sobrevuela una sobriedad que se agradece, sino que se aprecia un placer por hacer cine, con modestia e indecisiones pero también un cuidado formal poco común en productos similares. En Una noche de amor, por ejemplo, el tránsito de los personajes por ambientes discretamente elegantes y la música empleada (Frank Sinatra incluido) le imprimen a la historia un clima agradable, sin sordidez ni sobresaltos sainetescos.
En el film de Guerschuny hay, también, un intento de reflexión sobre el desgaste matrimonial y la comezón del séptimo año (decimoavo en este caso), procurando el reconocimiento de muchos espectadores y las discusiones sobre el tema al salir de la sala.
Todo en Una noche de amor está trabajado en un tono casi siempre medido. Ni Leonel (Sebastián Wainraich) es un idiota ni Paola (Carla Peterson) una histérica, y los roces entre ellos afloran distraídamente, como cuando él busca apaciguar los temores ante la falta de respuesta a una llamada telefónica y, fastidiado por los comentarios de su mujer, termina afirmando que debe haber ocurrido una tragedia. Apenas se cargan ligeramente las tintas en los flashbacks del comienzo y los estereotipados personajes de la vecina rubia y el antiguo compañero de facultad de Paola.
Esa falta de estridencias se entremezcla con cierta indefinición. La cobardía de Leonel parece más un pretexto para provocar situaciones risueñas que un rasgo de su personalidad que conduzca la trama hacia alguna parte. La ligera irritación de la pareja por las exigencias de un trapito o por la recomendación de unos amigos a tener mucama cama adentro, queda flotando en la nada. Él es guionista pero, a diferencia de lo que le pasaba al crítico de El crítico, no se advierte demasiada pasión por su profesión (y a propósito, sería interesante analizar en otra oportunidad la cantidad de personajes realizadores, guionistas o publicistas –y ausencia de, por ejemplo, médicos o albañiles– en las ficciones del cine argentino reciente). Hay momentos que parecen anticipar un estallido cómico (Paola contando su parto) o dramático (ella en el auto pidiéndole a él que reaccione, con los ojos húmedos), pero quedan en intermitencias.
Al film le cuesta, por otra parte, superar cierta puerilidad: la desazón ante los cambios y el miedo a la soledad apenas se atisban. Tampoco hay problemas económicos ni laborales a la vista, por lo que la pareja parece moverse en una especie de limbo.
En tanto, resulta inquietante que todo transcurra en una sola noche y unos pocos escenarios (un par de departamentos, un bar, un restaurant, los alrededores del lugar de estacionamiento del coche), alimentando la idea de círculo vicioso, que estimulan los planos cenitales de vehículos girando en torno a un mismo punto o de Leonel atravesando distintas instancias como parte de un juego rutinario (en los ingeniosos fragmentos del comienzo y el final).
A los altibajos de Wainraich como actor y autor del guión, se oponen el brillo de Carla Peterson (con gestos y tonos de voz siempre precisos, aunque menos indignada de lo esperable en momentos como el encontronazo con el empleado de la estación de servicio) y la eficacia de Soledad Silveyra, Rafael Spregelburd y María Carámbula, estos dos últimos haciendo la caricatura de una de esas parejas habituales en el ambiente artístico que Guerschuny seguramente conoce muy bien.
Junto a la vaguedad narrativa y el humor sin sorpresas, asoma una seductora manera de mostrar la Buenos Aires nocturna. La breve secuencia del puente que se cierra imprevistamente o un plano de Leonel y Paola cavilando sentados con azulados edificios de fondo, despliegan un raro encanto: tal vez la planificación de las escenas en exteriores y la fotografía de Marcelo Lavintman constituyan lo mejor de Una noche de amor. Como le ocurre a la pareja en cuestión, al abandonar el auto y los ambientes cerrados el film también se pone melancólico y sale a la luz algo de sinceridad.