Las comedias románticas que intentan reflexionar sobre el estado del matrimonio, luego de varios años de convivencia no son patrimonio exclusivo de los americanos. Con una inclinación mayor hacia el melodrama, la cinematografía Europea, por ejemplo, supo en el último tiempo ofrecer varios ejemplos de productos que intentan, además, sumar cierta estética particular, cuidada, que potencia, por citar sólo un punto, el carisma de la pareja protagónica.
El cine argentino no es ajeno a esta tendencia, y con varias películas en los últimos tiempos que profundizan en el género (“Un novio para mi mujer”, “Dos más Dos”, etc.) y que toman como modelo a la increíble “This is 40” (2013), de Jud Apatow, en cuanto a la ironía y sencillez para mostrar una radiografía sobre la convivencia, la rutina, el amor, el desamor y los conflictos más banales de las relaciones de pareja, ya podemos hablar de un género por sí mismo.
“Una noche de amor” (Argentina, 2016), segundo largometraje de Hernán Guerschuny va por esa línea, trabajando la temática desde una pareja (Sebastián Wainraich, Carla Peterson) que organiza una salida con amigos y tras la llamada de éstos informando que no asistirán por haberse separado, intentarán demostrarse a sí mismos que ellos no están también “acabados” por la difícil tarea de convivir en paz y armonía luego de 12 años de matrimonio.
A partir de ese simple disparador, Guerschuny, con un guión trabajado con el propio Wainraich, en su ansiado debut en el cine, la historia de Leonel y Paola (Wainraich, Peterson) se enfocará en una noche en la que a pesar de recibir esa noticia, las ganas de Paola de demostrarse a sí misma un estado del matrimonio diferente al de sus amigos, y la idea de Leonel de poder creer que pese a su reticencia todo puede cambiarse, pesarán más que la inercia ante una eventual noche más de aburrida rutina y tedio.
Justamente la noche y la ciudad serán los otros dos personajes, más allá de una galería de secundarios, que se sumarán para cumplir con las funciones particulares de deseo, anhelos y realidad, ofreciéndoles todas las oportunidades insospechadas y también la aventura de todo aquello que aún está por descubrirse.
“Una noche de amor” posee un ritmo y un timming preciso, que a diferencia de películas como “Date Night”, con la misma temática, acá el punchline o el gag entra de manera sutil, evitando así la explosión de la carcajada por encima de la narración.
El guión trabaja sobre experiencias y las va mostrando naturalmente, con una correcta dirección y puesta en escena que además prepondera los espacios, otorgándoles entidad y relevancia frente a los personajes.
La ciudad, en este caso en Buenos Aires, al mostrarse más cosmopolita que nunca y sin ningún anclaje, permite que los personajes se muevan en ella con un sentido más universal y no tan local de los cuerpos.
Acá no es una radiografía costumbrista lo que se construye en “Una noche de amor”, al contrario, se refleja un universo compuesto por dos personajes y su entorno que lucharán por demostrarse a sí mismos que ninguna de las apocalípticas ideas sobre ellos que poseen, son verídicas.
Ambos además debatirán con su moral acerca de si es correcto o no pensar en otras personas como objetos de deseo, porque lo hacen, Leonel se desvive por una vecina que lo coquetea (Justina Bustos), o al menos eso cree él, y Paola duda sobre sus 12 años de matrimonio al toparse de casualidad con un ex en un restaurante que no para de elogiarla.
Una pareja (Rafael Spregerbuld, María Carámbula) que quiere imponerle ideas propias sobre la vida conyugal, y los miedos que infunde en cada llamado la madre de Leonel (Soledad Silveyra) sobre el estado de sus hijos, los harán reflexionar sobre el amor que aún se tienen y sobre la posibilidad de seguir viviendo juntos como matrimonio.
Frank Sinatra, en un CD que salta, musicalizará la noche, pero también será la muestra sobre un estado del matrimonio en el que la reiteración de diálogos y situaciones, simil “disco rayado”, terminan por configurar la idea de la vida en pareja que “Una noche de amor” maneja.
En la honestidad del trabajo de los diálogos, en la lograda empatía de la pareja protagónica, en algunos momentos en los que la ensoñación liberan la curva dramática del filme, y en, principalmente, la solidez narrativa que la dirección de Guerschuny propone en su segundo largometraje, es en donde la película encuentra sus puntos más interesante, superando la aparente banalidad superficial con la que el arte del filme vende la película.