Pactos (rotos) de sangre
Jimmy Conlon (Liam Neeson) y Shawn Maguire (Ed Harris) están sentados en una mesa de un elegante bar neoyorquino, frente a frente. El primero en algún momento trabajó como asesino a sueldo y formó parte de la nómina del segundo. Sin embargo, casi por accidente, Jimmy ha asesinado al hijo de Shawn para poder salvar a su propio hijo. Y Jimmy está ahí, en ese bar que es muy diferente a cuando eran jóvenes, ofreciéndole a Shawn su propia vida a cambio de que dejen vivir a su hijo. Pero la agenda de Shawn es muy diferente y por eso le dice lo siguiente: “yo era la única persona que se interesaba por vos, pero eso se terminó hace una hora, cuando mataste a mi hijo. Voy a ir por tu hijo con todo lo que tengo. Y cuando esté hecho -y va a estar hecho-, nos vamos a volver a ver, vos y yo, en este bar. Yo te voy a mirar, y voy a ver los mismos ojos vacíos que vi hoy en mi esposa, los mismos que vos debés estar viendo en mí, por saber que tu hijo ya no está en el mundo. Y cuando eso pase, ahí, quizás, te deje morir”. Esa escena, entre dos personajes duros y profesionales, forjados a través de toda una vida de crimen y códigos donde se combinan la lealtad, la violencia y la concepción de la sangre familiar como marco de referencia -e interpretados por dos actores que saben trabajar con suma efectividad diversas capas de sensibilidad y rudeza-, pinta en buena medida de qué trata Una noche para sobrevivir.
Es que detrás de la trama de persecución sobre un padre y su hijo huyendo tanto de la mafia como de la policía, el film aborda dos tópicos que en determinados pasajes van por carriles paralelos y en otros se entrecruzan: uno es la familia y cómo determinadas decisiones van cortando o poniendo en crisis los vínculos de afecto; el otro es cómo determinados universos como el submundo criminal van construyendo las identidades de sus integrantes hasta que claro, se dan determinados acontecimientos que alteran el orden preestablecido. Y aunque ceda a unos cuantos improductivos chiches visuales, el director Jaume Collet-Serra tiene bien en claro que la historia y los temas de Una noche para sobrevivir ya se han contado y abordado miles de veces pero que hay una esencia sobre la que se puede seguir presentando algo nuevo. Y hacia allí va, problematizando la figura de héroe tan invulnerable como lineal que venía cimentando Liam Neeson en su carrera, especialmente a través de la saga de Búsqueda implacable. Esto no deja de ser raro, porque Collet-Serra había ayudado en buena medida a edificar la imagen heroica de Neeson con Non-stop: sin escalas y Desconocido, pero hay que tener en cuenta que en esas películas también habían instancias donde el protagonista quedaba en un lugar problemático. Y si Caminando entre tumbas ya venía insinuando un paulatino giro en el perfil del actor, con Una noche para sobrevivir parece ya ir marcando otro rumbo, más vinculado al policial que el thriller o la acción, con un protagonista que encima, desde un comienzo, es un verdadero desastre: un padre totalmente ausente, muy en la tradición del cine de Steven Spielberg, pero con ese toque irlandés tan distintivo, con mucho alcohol, problemas para expresarse y un par de chistes lascivos, aunque pronto se le notará que lo único que está buscando es una chance para redimirse de todos sus pecados.
A toda esta confluencia de códigos y normas no escritas de la mafia y la familia, Collet-Serra y el guionista Brad Ingelsby le agregan un trabajo sobre el espacio urbano que recupera la tradición oscura, sucia y hasta maloliente del Nueva York de los policiales de los setenta y ochenta, pero trasladándola a la actualidad, como insinuando que determinados esquemas, perspectivas y situaciones se siguen manteniendo a pesar del paso del tiempo. De esta manera, a través de un espacio donde lo nuevo y lo viejo están en permanente lucha, pero también de las reglas con que se manejan los personajes a ambos lados de la ley y un recorte temporal pequeño pero decisivo, Una noche para sobrevivir es un film sobre los choques generacionales, familiares, afectivos y hasta éticos, en el que la única manera posible de expresarse es a través de la sangre.