La ciudad de la melancolía
Una novia de Shanghai tiene un tono de fábula, una comicidad distante llena de elegancia y la convicción cabal, sostenida contra toda esperanza, de que el cine que más importa es una aventura sin beneficio de inventario. El director argentino Mauro Andrizzi filma en la ciudad china una película que puede considerarse mitad comedia lunática y mitad retrato sensible acerca del destino incierto de los descastados. Andrizzi pulsa en todo momento una gracia distintiva, un cariño auténtico por los personajes y una autoridad desusada para mostrar que una película se puede hacer, también, con elementos mínimos siempre que contengan suficiente capacidad de sorpresa y de que se opere sobre ellos con imaginación y pertinencia. Pero por sobre todas las cosas, el director exhibe una voluntad voraz por narrar todo el tiempo, casi con cualquier detalle que le salga al paso. Por momentos da la sensación de que esa ciudad de la que la película intenta apropiarse es capaz de albergar cualquier historia: el director establece desde el vamos un territorio de veleidades fantásticas con los carteles impresos en la pantalla que refieren las creencias folklóricas acerca de las novias muertas en China; inventa un mundo donde parece caber una miríada infinita de relatos, y bifurcaciones de relatos –la novia a la que le roban el anillo, el tipo que va al cine y sueña un mundo de fantasía-, pero elige quedarse con esta historia del hombre gordo y el hombre flaco, que deambulan por la ciudad, sin hogar aparente, sin familia ni esperanzas, al borde de la ley (como el personaje de Mala sangre, la película de Léos Carax a la que se alude cuando uno de los protagonistas cuenta la escena de una película), ganándose como pueden la vida y alucinando perezosamente con un golpe de suerte. La película hace gala de una rotunda ambición, pero a la vez se muestra extrañamente cercana, al punto de que tanto podría ser una película grande que parece chica como al revés. La distinción de los planos de la ciudad, sus imágenes depuradas; la vocación por producir pequeños gags casi sin pausa; la extravagancia de los personajes, especialmente las chicas, maravillosas; el extraordinario uso de la música (excelente, por otro lado) y la melancolía un poco cursi de los vagabundos que fantasean con una vida rumbosa producen un resultado casi irresistible. De alguna manera, esta película singular es un salto al vacío: el director parece sugerir que las imágenes nunca deben mostrarlo todo, pero deben ser capaces de sugerirlo todo; lanzarse sobre el mundo y atrapar lo que se pueda, exhibiendo a veces una determinación y una destreza que no siempre se está tan seguro de poseer. Tras el espléndido comienzo de la película, en el que parecen bullir cientos de historias y de tramas posibles, hermanadas por el hilo invisible con el que se teje el misterio en esencia inabarcable de una gran urbe, el director encuentra a sus protagonistas, esa pareja de buscavidas que parece practicar con obstinación la indolencia pero también la ilusión de los desesperados. Con un dinero providencial pasan una noche de hotel, un lujo modesto con el que imaginan de primera mano cómo es la vida de otras personas, esas que pueden pagarse una habitación; o recuerdan acaso cómo fueron sus vidas antes de terminar en la calle. Pero en esa habitación, cuando los dos pícaros están dormidos, se les aparece un fantasma –gran efecto cómico– que les cuenta una historia que moviliza a los personajes. Moviliza en más de un sentido. Una novia de Shanghai, la “película asiática” de Andrizzi, esta anomalía absoluta, es también el relato de un sueño imposible en el que los muertos hacen andar a los vivos.