Hay películas decididamente hechas para festivales. Se ha convertido en un clisé y no está bien ni mal. Una novia en Shangai asume riesgos y gestos propios de ese circuito, sin embargo, se destaca en una diferencia fundamental con respecto a cierto discurso visible sostenido en la corrección política de obediencia hacia miradas eurocentristas: goza de libertad y de una extraña locura. Si el desconcierto es una virtud frente a tanto cine encorsetado en planos reconocibles y monótonos, la película de Mauro Andrizzi barre con cualquier expectativa. Lo suyo es el desenfado, el no temer al ridículo, confiar en la comedia como género (infrecuente en los círculos de los que hablamos) y apostar por una estética kitsch. Además de ser impredecible. Si hay un signo a destacar en el armado de la historia y en el montaje elegido es la desobediencia a una lógica de espera hacia zonas cómodas o previsibles. Tal es así que los protagonistas pueden conseguir unos mangos para pagar un hotel y pasar una noche decente, y al minuto escuchar la voz desde el más allá donde un espíritu les encomendará una misión. Y esto es porque, lejos de utilizar la convención de filmar necesariamente problemas sociales y políticos de China desde un apunte documental trillado, el director apuesta por cruzar registros sin perder de vista a los personajes envueltos en un lindo disparate. Y la cosa funciona.
Uno de los cortos más logrados de la primera etapa de Polanski se denomina Dos hombres y un armario (1958) Se trata de un ejercicio surrealista con referencias al gordo y el flaco, además de una puerta de entrada al intrincado universo del realizador polaco, fundado sobre las ideas de juego y humillación. La dupla de Una novia en Shangai traslada un ataúd para cumplir con un mandato extraterrenal y acceder a una pequeña fortuna enterrada. Ciertas creencias ancestrales chinas son licuadas por Andrizzi de manera tal que se descarte cualquier espíritu de trascendencia. La experiencia en el lejano país une retazos y el comienzo de la película muestra una elocuente operatoria ya que las partes se van sumando hasta integrarse en un cuadro más o menos orgánico. Primero, un río. Luego, vemos diversas sesiones de fotos de novios en puntos estratégicos de la ciudad. A continuación, un hombre durmiendo bajo el puente en un claro contraste entre modernidad y pobreza. Más tarde, otro hombre que se le une y finalmente los dos posando en la foto con una novia para robarle el anillo. Con diferentes ángulos de cámara, esta escena primigenia ya nos instala en los carriles de la película: nada será como lo esperemos. De fondo, la música de Moreno Veloso. Cruce de idiomas, de estéticas y de fronteras. Estamos en Shangai pero el color local no será un objetivo inmediato.
Sí parece serlo no desperdiciar la oportunidad para hacer honor a algunas influencias bien llevadas. Hablábamos de la cruza de Polanski con Laurel y Hardy, pero por aquí respiran también los colores de Aki Kaurismaki o el absurdo de Roy Andersson, y por qué no esa actitud de comerse la ciudad con la cámara al estilo de la Nouvelle Vague. Hay un transitar por las calles de Shangai que confiere sana espontaneidad y que no se avergüenza de la mirada de los transeúntes que ven pasar no solo a quien filma sino a los dos personajes trasladando el ataúd. Se trata de un filme callejero y pese a seguir un eje argumental, la historia parece no empezar nunca, se arma todo el tiempo dentro de un marco de irreverencia que alcanza también a los diálogos. Uno en particular se da en una secuencia notable en la que los dos hombres van a desenterrar el ataúd al cementerio y conversan acerca de la justificación moral del robo (dado que profanar cuerpos en China se paga con prisión perpetua según reza la leyenda al comienzo). La conclusión es que están haciendo un acto de bien en la medida en que cumplen el deseo de un fantasma enamorado. Siglos de filosofía son parodiados en un entrañable intercambio de palabras simples y sinceras cuyo fundamento es el amor.
Más adelante se sumarán en el periplo dos mujeres, habrá sueños, unas valijas que destilan luz (Aldrich y Tarantino son invocados por aquí) y nunca se resignará esa atmósfera lúdica, experimental y luminosa donde el derrotero de los personajes guiados por el azar podría ser el mismo de un director presente en un lejano país que elige no caer en lugares comunes.
La mirada de Andrizzi no es chillona ni transita el llorisqueo que esperan las buenas conciencias decididas a participar desde lejos. En todo caso, es una celebración a la relación que une al cine con la ciudad como espacio, de larga data en la tradición de grandes directores. Las restricciones que se suponen aparecen en este tipo de contextos son enfrentadas con color, música, exploración y desconcierto. La libertad que se escamotea de un lado, en todo caso, es aprovechada detrás de cámara y en una toma de decisiones que hacen de Una novia en Shangai una saludable rara avis dentro del cine argentino. No obliga, invita. Y si no se entra, quedan las últimas palabras de uno de los dos rufianes (melancólicos): “Mañana será un nuevo día y todo será mejor”.
Por Guillermo Colantonio
@guillermocolant