Como “Nueve reinas”, pero made in China.
Como si se tratara de las versiones chinas de Ricardo Darín y Gastón Pauls, los protagonistas de Una novia de Shanghai, la nueva película del argentino Mauro Andrizzi, son dos ladrones de poca monta que se pasan los días en tratando de hacerse unos mangos en la calle, aprovechándose de las desatenciones de los transeúntes. Igual que en Nueve reinas, la gran ópera prima del fallecido Fabián Bielinsky, acá también una ciudad vertiginosa es el telón de fondo necesario para que estos delincuentes inofensivos puedan sobrevivir (y no mucho más que sobrevivir), mientras esperan que la vida los ponga frente a la oportunidad que por fin los haga salir de perdedores. Y Shanghai, aún más que Buenos Aires, parece ser el lugar indicado para que estos personajes pasen desapercibidos y puedan hacer su trabajo de forma anónima. Superpoblada y estridente, hipertrofiada e hiperbólica, Shanghai reúne las condiciones necesarias para el tipo de historia que Andrizzi se propone contar, en la que la convivencia entre la tecnología urbana más avanzada y el respeto por tradiciones milenarias parece darse con naturalidad asombrosa. Porque si por un lado los protagonistas representan un emergente propio de su época, por el otro también lo son de una cultura que no se permite ceder ni su identidad ni sus creencias en pos de ese pragmatismo moderno que hoy es el principal y más fluido (y tal vez el único) vínculo entre Oriente y Occidente.
Una novia de Shanghai es una película de fantasmas, pero también una historia de amor que consigue ir de la tragedia al final feliz por el camino de la comedia y del absurdo. Porque la oportunidad que los protagonistas esperan les llegará cuando el espíritu de un hombre que acaba de morir en la habitación del hotel en donde deciden pasar la noche recurra a ellos para poder descansar en paz. La voz del muerto les cuenta sobre su vínculo imposible con una mujer casada, con la cual se amaron en secreto literalmente hasta la muerte. Esta entidad les pide que roben el cadáver de la mujer amada, enterrado junto al de su marido, y lo envíen en barco hasta una ciudad en el interior de China en la que él mismo está enterrado, para que, de acuerdo a un antiguo ritual funerario, ambos cuerpos puedan acompañarse y perpetuar en la muerte ese amor que no puedo ser consumado en vida. A cambio, el espíritu les promete revelar el lugar exacto en donde enterró una pequeña fortuna, trato que los protagonistas aceptan con gusto.
Director de otras películas para nada convencionales como Iraqui Short Films (2008) o Accidentes gloriosos (2011), Andrizzi maneja con solvencia esas múltiples líneas narrativas y estéticas a partir de una suerte de montaje paralelo, en el que consigue hacer que cada una de ellas se incorpore o se retire del eje central del relato en el momento preciso. Además se permite utilizar recursos visuales lo-fi para representar las escenas sobrenaturales u oníricas, que son pequeñas y exquisitas piezas humor kitsch muy fácil de vincular con cierto estilo farsesco propio del cine de los países orientales. El resultado es una extraña película de cine oriental que se parece al cine argentino (y/o viceversa), en la que sus protagonistas (dos chantas que tranquilamente podrían ser porteños), mantienen charlas en las que una y otra vez el budismo y el feng shui se cruzan con el calefón. De ese modo Andrizzi consigue trazar el retrato de un mundo en el que las urgencias y ambiciones de la materia no son, por fortuna, lo más importante y la felicidad siempre es posible por otros medios.