Nada como morir por amor
Frescura, espontaneidad e incomodidad se mixturan en el film de Mauro Andrizzi, coproducido con China, en cuya ciudad más poblada dos trotacalles aceptan el sobrenatural pedido de un muerto: profanar la tumba de su antigua novia.
Otra vez los fantasmas, o la voz de algo que está más allá pero por acá nomás. Síntoma de estar en territorio conocido y extraño. Afinidad paradójica que el cine de Mauro Andrizzi contiene, dadas las recurrencias formales que transita su título más reciente, Una novia de Shanghai, a la par de otros como En el futuro (2010) y Accidentes gloriosos (2011).
No sólo fantasmas, sino también enrarecimiento del tiempo, hasta volverlo mirada alucinada, contenida en algún sueño de aventura más o menos lúgubre. Vale decir, el tono fantasmático se tiñe también de historia romántica y comedia de enredos. La tierra es lejana, casi exótica y atemporal. Es decir, en Shanghai habitan épocas históricas diferentes, con arquitecturas de un futuro por venir. Entre sus calles, dos buscavidas deciden responder al llamado de un muerto: profanar la tumba de su amada y llevar el cajón al puerto para que el viaje los reúna.
Casarse muertos no es extraño, sino costumbre tradicional china. Si los dos trotacalles caen en semejante tarea, será como consecuencia de algo que les guía sin que puedan darse cuenta. No casualmente le roban el anillo a una novia, lo empeñan y cenan con fruición. Eligen un hotel de segunda y duermen como no lo hacían desde hace bastante. Hasta que una voz sin rostro aparece y suplica. De acuerdo, lo haremos, pero mañana.
Ahora bien, el trabajo no es gratuito, hay un tesoro que aguarda tras la tarea por cumplir. Si el maletín con la paga emula al de Pulp Fiction y su fulgor dorado, hay otros aspectos que dialogan con más cine: el ataúd con su secreto a cuestas, como el que cargaba el Django de Franco Nero; las vicisitudes de transportarlo, como Laurel y Hardy lo hacían con el piano de La caja de música.
Una novia de Shanghai tiene frescura, espontaneidad, incomodidad. Tras la primera irrupción femenina, de ánimo explosivo, una segunda aportará nexos paranormales. Con ellas, la historia cobra otro ritmo, como si fuesen ángeles guardianes alocados. Todos, personajes simpáticos, enajenados, que caminan por las calles de una ciudad pulcra pero con cucarachas en la habitación del hotel descascarado.
En otro orden, la música de Moreno Veloso y Daniel Melingo aporta un contrapunto que fragmenta todavía más, sin necesidad de compartir ritmos del lugar sino de imbricar melodías pegadizas con lamentos en portugués. Mientras, la cámara de Andrizzi se pasea junto a sus personajes, y registra las calles con un cajón a cuestas, de contenido invisible, para un alma en pena que, por amor, podría morir otra vez. Así lo dan a entender, justamente, los lamentos en off que atraviesan la película, presas de un sentimiento desesperado.
Finalmente, tal vez todo se trate de un mal sueño. Para que Shanghai, fatalmente, se erija como una tarjeta postal y tecno. Tequila, sol y comida picante prometen un horizonte mejor. Hacia México, entonces. Debe ser bonito. Pero, ¿cómo llegar?