La nueva película del realizador de Accidentes gloriosos es una amable extravagancia y un viaje con sorpresas a una cultura milenaria
Película extraña e inclasificable Una novia de Shanghái. La total ausencia de pretensiones que detenta y también su irresistible poder para sintonizar con el placer de mirar un mundo desconocido puede derivar en un error de apreciación: ninguna experiencia pasajera parecida al turismo es la que escenifica la película, pues la mirada del director soslaya el cómodo patetismo del consumidor de lugares y se entrega, como sus personajes, a lo impredecible. En verdad, la última película de Mauro Andrizzi puede ser vista como una comedia romántica de fantasmas, un etéreo apunte sociológico sobre la convivencia de creencias incompatibles en el seno de una sociedad, un documental clandestino sobre una metrópolis que responde más al imaginario capitalista del siglo XXI que a la evolución urbanista de una nación comunista, e incluso un drama social en el que dos vagabundos intentan conjurar como pueden la falta de dinero. La ligereza no es trivialidad.
El inicio de film es formidable: un paseo público al lado del río Huangpu magnifica la hipermodernidad de la ciudad y el movimiento constante de gente en las calles. Una gran mayoría de los transeúntes son novios que llegan hasta ese lugar para sacarse una foto antes de casarse. Mientras suena un tema musical de Moreno Veloso, Andrizzi y su montajista Francisco Vázquez Murillo eligen varios planos dinámicos que introducen un mundo profuso en colores y de una vitalidad manifiesta. Pero la forma de mirar ese espacio no es del todo inocente; a veces remite a una modalidad de observación propia de la vigilancia. No mucho después, ese cambio de registro tendrá una explicación: el paseo es una zona elegida por carteristas, y los dos personajes principales “trabajan” ahí.
Los dos amables ladrones suelen dormir bajo los puentes. Si se adueñan de algún anillo o de objetos similares con un valor agregado, entonces pueden darse algunos gustos: pagarse una buena comida, ir al cine y costearse una noche en un hotel para dormir cómodos. Justamente en la habitación de un hotel el espíritu de un hombre que vivió un gran amor (prohibido) se manifestará en la noche y les pedirá un favor a cambio de una suma de dinero. No es una petición menor: el gordo y el flaco tienen que ir por el cadáver de la novia para que los enamorados puedan reunirse durante toda la eternidad. Los casamientos fantasmas remiten a una tradición china del siglo XVII, una creencia consoladora para el hombre y la mujer del siglo XXI que no pudieron pasar del adulterio. A las peripecias de los protagonistas se sumarán una joven exaltada y una masajista que pretende ser ciega en un salón especializado de masajistas no videntes. Juntos irán por la recompensa.
Las películas de Andrizzi son singularidades. La precedente se llamaba Accidentes gloriosos; en esa ocasión, unía un conjunto de relatos que le daban al azar un lugar privilegiado en la constitución gramática del destino de los hombres. Entre aquel film y este no hay mucho en común excepto algunas elecciones formales que ya caracterizan la discreta elegancia del director, como su predilección por los fundidos y sobreimpresiones, y un gusto por contar historias poco convencionales que desestiman el curso ordinario de la cotidianidad. Los diálogos que tienen los dos amigos en la visita al cementerio en torno a la vida en el más allá o la discrepancia entre el materialismo (filosófico) que han aprendido desde niños y las pretéritas creencias de una cultura milenaria develan gran parte de las inquietudes de Andrizzi, cuyo cine está signado por la curiosidad y la desobediencia a los dogmatismos del cine (independiente) contemporáneo.
No todos los días un cineasta argentino viaja a China a filmar una película. Andrizzi lo hizo sin prometer un tratado teratológico de la nación que practica un paradójico comunismo de mercado. Sin embargo, la humorística y trágica historia del gordo y el flaco sucede en un espacio que no deja de contar otro relato complejo e inabordable, que se divisa físicamente en las mutaciones edilicias y en una geografía transformada en vidriera de mercancías, y que en cierto momento, el más hermoso de la película, un viejo desconocido en una cantina compendia con la justa perplejidad que requiere esa otra Historia.