La pasta dulce de poroto como metáfora
Gracias a una estructura narrativa relativamente tradicional, la directora de Shara consigue su film más accesible para el gran público, a lo cual debe sumarse ese gran artilugio del cine-arte mainstream de probada eficacia: la comida como alegoría de la vida.
La pasta dulce de poroto (anko) le obsequia el título original, en su forma genérica an, al octavo largometraje de ficción de Naomi Kawase, que se estrena en Argentina con tres años de retraso, luego de su presentación en la sección Un Certain Regard del Festival de Cannes. Más allá de su gracia culinaria, Una pastelería en Tokio resulta un tanto atípica si se la compara con el resto de la filmografía de la cineasta japonesa. En primer lugar, el guion está basado en una obra preexistente (la novela homónima de Durian Sukegawa, traducida a varios idiomas, aunque no al español), algo poco frecuente en la obra previa de la directora de Shara. En parte por esa razón, en parte gracias a una estructura narrativa relativamente tradicional, tal vez se trate de su film más accesible para el gran público, a lo cual debería sumarse obligatoriamente ese gran artilugio del cine-arte mainstream de probada eficacia: la cocción de un plato como metáfora de las mil y una experiencias y emociones de la existencia humana.
Sentaro (el experimentado Masatoshi Nagase, visto fugazmente en el final de Paterson, de Jim Jarmusch) pasa sus días atendiendo un puesto callejero dedicado a la venta de dorayakis, un dulce japonés consistente en dos masas rellenas de pasta de poroto endulzado. El local no es tanto una pastelería, entonces, como un establecimiento de comida rápida al paso. Atado a la rutina de la confección de esos “alfajores” como si se tratara de un castigo autoimpuesto (algo de eso hay, como se revelará en algún momento de la historia), el relleno es cortesía de la pasta más industrial que pueda imaginarse, pero la llegada de una particular anciana que anda en busca de trabajo cambiará de un día para otro la calidad del producto. A pesar de las reticencias iniciales del dueño del lugar, Tokue (la veterana actriz Kirin Kiki) le enseña a Sentaro cómo cocer el auténtico anko: con paciencia, esfuerzo, amor, “escuchando lo que los porotos tienen para decir”, según sus propias palabras. El día después grafica a la perfección las preferencias de la clientela y el boca a boca garantiza una larga fila de comensales, pero también la posibilidad de un peligro latente: alguien ha identificado las profundas marcas en las manos de Tokue como secuelas de una enfermedad infecciosa, cargada de una historia de vergüenza y estigma.
Kawase toma las ideas centrales de la novela y transforma algunas de ellas en potentes imágenes: la primera escena contrapone el alambicado y cansino recorrido del protagonista al comienzo de un día como cualquier otro con la serena belleza de los cerezos en flor. Lo particular de Una pastelería en Tokio respecto de otros films de Kawase no elimina lo fácilmente identificable: un dolor silencioso pero profundo cuyo origen proviene de las malas decisiones personales, el paso del tiempo y la vejez, la cercanía de la muerte; también la regeneración a través de una nueva vida, la alegría como estado transitorio que puede ser estudiado y practicado. El maquillaje de la actriz que interpreta a Tokue recuerda a las imágenes documentales de Tarachime, el film en el que la realizadora filmó a su anciana madre adoptiva durante los últimos meses de vida. Ciertos acontecimientos que ocurren en An no hacen más que ratificar esa filiación, que también se reúne con algunos de los temas de Hotaru (2000), uno de sus títulos más recordados.
Kawase reúne los tránsitos de la mujer septuagenaria y los de ese hombre callado y taciturno y les suma el de una adolescente atrapada en una vida cotidiana que parece llevar el sello de la insatisfacción. Más allá de cierta previsibilidad en la segunda mitad del relato y de algún que otro traspié dramático diseñado para generar la empatía inmediata del espectador, Una pastelería en Tokio busca y encuentra en varios pasajes esa emoción de orden profundo que la cineasta transformó en norte creativo a partir de su ópera prima, Suzaku (1997). Una intensidad lírica que suele estar presente en las experiencias aparentemente más obvias y sencillas de la vida y que el cine –Kawase siempre lo creyó posible– es capaz de recrear y transmitir. Puede ser el paso de un tren a la distancia (allí están los ecos audibles de Ozu), la fragilidad de las flores o el cambio de las estaciones. Y, desde luego, el sabor de un dulce fabricado amorosamente, como si en ello radicara una parte del sentido esencial de la vida.