DE TRADICIONES Y MODERNIDAD
En Una pastelería en Tokio la gran realizadora japonesa Naomi Kawase vuelve a dar muestras de su talento para construir con sensibilidad relatos centrados en los vínculos humanos, incluso cuando apuesta aquí por una historia más convencional de lo habitual. En la película (que llega con tres años de retraso) un pastelero algo hosco reconecta con su interior luego de contratar a una anciana cocinera que lo acerca a métodos artesanales y tradicionales de la gastronomía. Como en gran parte del cine japonés, el choque entre el pasado y el presente es lo que determina el conflicto, que aquí se esboza con mayor levedad que en otros films (pensar en el cine de Takeshi Kitano), y surge como telón de fondo de la relación entre Sentaró (Masatoshi Nagase) y Tokue (Kirin Kiki).
Lo mejor de Una pastelería en Tokio es la primera parte, cuando el vínculo entre Sentaró y Tokue se va dando progresivamente, y la desconfianza original del hombre va dando paso a una amable intimidad. Sentaró tiene un pequeño local donde produce doriyakis, unos bizcochos dulces con pasta de frijol, aunque confiesa que nunca los probó porque no le gustan. Claro, porque no comió la pasta de frijol que hace Tokue: así es como la anciana abre las puertas al interior del hombre y comienza a conectar, a la par que el local va aumentando su clientela. Durante largos minutos la cámara de Kawase casi que no sale de esa cocina, donde con pulsión documental Tokue le enseña los secretos de una cocción artesanal y ancestral: la larga espera con que la anciana espera que la pasta esté terminada es muestra de un cariño por las mejores tradiciones, que se oponen a un presente donde lo deshumanizado se impone. Sin necesidad de explicitar ni subrayar, la película va definiendo a sus personajes con pequeños gestos y también sus temas: por medio de la gastronomía, se explica el choque entre un pasado dedicado y artesanal y un presente prefabricado y distante (representado en la materia prima que usa Sentaró). Mientras Una pastelería en Tokio no convierte sus elementos en metáforas es que funciona a la perfección.
Hay un detalle en Tokue que genera un quiebre en el vínculo entre los personajes y en el mismo relato, y que pone a la película a dialogar con éticas sociales y una mirada sobre el diferente. Es un quiebre que incluso habilita un cambio de tono por parte de la película, y que si bien no la termina por arruinar hace algo de ruido en el andamiaje mayormente sólido del relato. Porque Kawase acumula algunos giros de guión sensibleros y un tanto efectistas, donde aquello que los personajes representaban con su sola presencia se hace explícito a través de intercambios epistolares que le dan voz a las emociones y caen en metáforas un poco subrayadas. Todo esto no descalabra el funcionamiento de Una pastelería en Tokio porque de todos modos la directora no pierde nunca su buen gusto para construir imágenes que hablan por sí solas de la tragedia de la modernidad. Y porque Sentaró y Tokue son personajes imposibles de quebrar aunque se los convierta en símbolos para decir cosas.