Uno ya conoce los bueyes con que ara. Es simple. Entramos en temporada de premios Oscar y obviamente de acá a dos meses nos iremos enterando de algunas candidaturas posibles. Como todo pronóstico puede fallar, pero es difícil que Andrew Garfield no obtenga una nominación para el año que viene por su trabajo en éste estreno, o al menos sea mencionado como uno de los que quedó afuera de los muy posibles.
“Una razón para vivir” tiene tantas razones para convertirse en un fuerte alegato sobre la fuerza interior del hombre por superar una circunstancia adversa (enterarse de la inminencia de la muerte merced a una enfermedad), así como también una buena pregunta lógica frente al argumento de la historia de la medicina. Por ejemplo el hecho que un diagnóstico de Polio se desarrolle de esta manera en 1958, momento en el que arranca el giro dramático del guión, cuando ya existía la vacuna y se estaba poniendo en práctica. Obras de este tipo (también aquí) suelen estar acompañadas de imágenes reales durante los créditos lo cual tira por la borda la contraparte científica. El tema es aprovechar (o no) este otro hecho real.
Más allá de esto, es una obra sobre cómo enfrentar una circunstancia que no sólo signa para siempre la vida de una persona, sino también el de su entorno. En este aspecto la película transita un saludable (sin eufemismos) equilibrio entre el drama y el humor, llevado a cabo por un notable trabajo de Andrew Garfield en el papel de un hombre literalmente petrificado e impedido de movimiento alguno más que no sea un juego gestual y apenas vocal.
Resulta una irónica e irrefutable causalidad que el director sea Andy Serkis. Ya hemos ponderado su tremenda capacidad como actor. Es el hombre que nos ha regalado actuaciones digitales y gestuales inolvidables como las de Gollum en la saga de “El señor de los anillos” (Peter Jackson 2001-2003), o la del simio César en la de “El origen del planeta de los simios (2011), no parece casual que como director haya elegido la historia de un personaje que no puede expresarse con el cuerpo.
El debutante detrás de las cámaras se decidió por una forma narrativa tradicional para contar esta historia, e incluso se aferra a una impronta cuasi infantil, como si estuviese construyendo una suerte de Cenicienta de tintes tragicómicos, a los cuales sale al cruce con momentos emotivos que lideran el camino al mensaje esperanzador que intenta transmitir sin tanto abuso de edulcorante.
A secuencias como el viaje a España, gestada con una poética bien tejida en el contexto, se contraponen momentos de intimidad familiar, de pareja, y de amistad que ayudan a sobrellevar todo con una leve sonrisa por parte del espectador gracias a un elenco que cumple con creces el desafío de construir un entorno amable para un protagonista desencantado con estar vivo.
“Una razón para vivir” es ante todo una historia bien contada, con clara intención de moraleja sana y constructiva, de esas que el espectador agradece entre lágrimas genuinas.