Pasado versus presente.
Val, la segunda madre a la que hace alusión el título, junto con otra empleada doméstica y los dueños de casa, son los representantes de un pasado vigente. Encarnan la naturalización de la servidumbre, de la esclavitud ad eternum de un sector de las clases bajas. Por el contrario, Jéssica -la hija biológica de Val que llega para quedarse unos días con su madre- representa al empoderamiento popular -en este caso de Brasil, pero podría extenderse a gran parte de Latinoamérica- de la última década. Esto queda plasmado en un comentario de Bárbara, la dueña de casa: “las cosas están cambiando”, comenta al aire cuando Jéssica cuenta que va a estudiar arquitectura en la prestigiosa FAU. Con esa decisión de ruptura, Jéssica se gana el respeto de la familia burguesa y el orgullo de una madre que no pudo criarla por tener que criar a Fabinho, su hijo laboral.
Bárbara dice que “las cosas están cambiando” otorgándole a su frase una connotación positiva, sin embargo, es la primera en sentir malestar cuando Jéssica rompe las reglas tácitas del hogar y elige quedarse en el cuarto de huéspedes y no en el de servicio, o cuando se mete a la pileta, espacio vedado a los empleados y símbolo de clase utilizado por la directora desde el principio de la película. En el personaje de Bárbara se concentra una interesante idea sobre la distancia entre ideología, sentimientos y realidad, entre el progresismo shampoo y estar realmente dispuesto a ceder beneficios en pos de una verdadera redistribución de los ingresos y un achicamiento de la brecha entre los que tienen verdaderas opciones y los que no.
“¿Un colchón tan lindo y no lo usa nadie?”, pregunta Jéssica sin un ápice de inocencia cuando se sienta en la cama de la habitación de huéspedes, y para su madre, más reaccionaria por acostumbramiento a la subordinación que por ideario, es como un disparo al corazón. Jéssica llega para dar vuelta a la casa y a su madre. Fabinho y Carlos -esposo de Bárbara- sienten atracción por la joven; de hecho Carlos llega al punto de querer cobrarse el siniestro y todavía vigente derecho de pernada, aunque claro que de una manera más cool y sutil, como le corresponde a un artista progre. Y Val, que no pudo educar a su hija, ahora se educa políticamente gracias a ella.
La directora separa espacios astutamente utilizando planos fijos con profundidad de campo en los que muestra el lugar de los empleados y el de los patrones al mismo tiempo. Su potente mirada sobre la realidad de las empleadas y la maternidad nunca flaquea por una bajada de línea trivial o por exceso de didactismo, sino que se nutre de un relato que puede movilizar, divertir e indignar, todo al mismo tiempo. Una Segunda Madre es, ante todo, hablar de lo que no se habla y mostrar lo que no se muestra, sacándose las máscaras: estamos ante la película anticareta del año.