Una inquietud reiterada y bienvenida respecto a la interacción de clases, detectable en algunas películas recientes brasileñas (Santiago y Domesticas, entre otras), es el organizador narrativo de este film de Anna Muylaert
La pertenencia de clase no es un tema menor, ni en el cine, ni fuera de él. Mal que les pese a los profetas advenedizos del siglo XXI, envalentonados en una retórica de la disolución fuerte de lo político, la conformación de clase organiza la sensibilidad, los sentimientos, la ideas, incluso los conceptos de espacio y tiempo. No es menor, porque además en la diferencia de clase hay una consecuencia práctica: la división del trabajo.
La distribución social de las tareas es el tema de Una segunda madre, la cuarta película de Anna Muylaert, lo que significa necesariamente filmar la intersección de clases, aquí en clave doméstica. Zona de riesgo en cualquier representación, allí en donde alguien sirve y el otro es servido, esto también puede implicar, cuando se trata de personal doméstico y patrones en situación de convivencia, tener que lidiar con lazos afectivos que contradicen el lugar establecido por la lógica del trabajo. ¿Cómo filmar la interacción de clases y la incomodidad –si existe conciencia de ella– que supone la asimetría entre el que tiene y dispone y el que necesita y recibe?
El plano inicial (que remite en demasía a La ciénaga, de Lucrecia Martel, una referencia ineludible para este filme) es preciso al respecto: plano general de una piscina de una casa lujosa, un niño aparece, luego una empleada doméstica. El probo afecto entre ambos supera cualquier contrato laboral; se quieren, indudablemente. En efecto, Val adora al pequeño Fabinho, pues acaso opera como una sustitución afectiva de Jéssica, su hija, a la que no verá por 10 años.
De esa presentación, una elipsis reenviará el relato al presente. Los primeros minutos, o el primer acto, constituyen un retrato de la vida cotidiana de una familia pudiente de San Pablo. Val los despierta a todos, prepara el desayuno, espía y escucha las discusiones familiares, aún duerme ocasionalmente con Fabinho, que ya es un adolescente. Eso se cuenta, pero lo que importa es cómo se muestra: los planos fijos generales instituyen espacios de circulación acotados para Val. En el living se limpia y se sirve, al igual que en el jardín y los otros cuartos; la cocina, en cambio, es un lugar más “democrático”. En ese sentido, la revelación de un cuarto de huéspedes, que se descubrirá ante la visita de Jéssica a la casa, es uno de los mejores momentos cinematográficos del filme.
Parte del conflicto narrativo del filme se desencadena en la desavenencia de sensibilidades entre Jéssica y su madre. La joven parece más cerca de sus empleadores, y el filme sugiere que ese “encuentro” puede tener que ver con la democratización simbólica posibilitada por el uso de Internet; de hecho, la joven ha llegado a la ciudad para dar un examen y entrar a una universidad muy exigente. Quiere estudiar arquitectura. La empatía entre desiguales no estará exenta de seducciones de otra naturaleza, pero Muylaert elige detenerse frente a la evolución del ríspido erotismo en condiciones desemejantes. Lo que es común a todos es sociológicamente devastador: la total inconsciencia de clase de los personajes respecto de sí, pero no de la directora, que jamás pierde el control respecto de su punto de vista.
¿Qué le falta a Una segunda madre? Es difícil explicitarlo. Todo parece estar bien. Las interpretaciones son sólidas, los encuadres meticulosos y el nudo narrativo no apela a la típica conciliación de clases que suele prescribirse en muchas películas con un legítimo prurito social. ¿En qué radica entonces el demérito del filme? A Una segunda madre le cuesta imaginar la rabia de los sirvientes, algo que un notable filme brasileño reciente y hermanado con este, Casa grande, de Felipe Barbosa, conseguía incorporar orgánicamente a su relato. Una segunda madre sabe denotar el desprecio contenido, o en su defecto la condescendencia afectiva, de los patrones, pero le falta acceder a la bronca diluida de los sirvientes y, por consiguiente, provocar en su relato un poco de indignación.