Las películas de Nicole Holofcener son chiquitas, frágiles, no están hechas para los temas importantes ni para soportar grandes conflictos. Esa ligereza es la que le permite contar sus historias de gente común y retratar lo cotidiano con tanta soltura; colarse en sus rutinas para narrar algo que, sin ínfulas de realismo, se parece demasiado a la vida como la conocemos. Las historias de amor y desencuentros son el recorrido más o menos guiado, más o menos preestablecido mediante el cual exploramos el mundo de sus personajes, por eso es que los mejores momentos de sus películas ocurren cuando desaparece la tensión narrativa (¿se van a dar un beso o no?) y lo que queda es ese universo desnudo que la directora observa sin llegar nunca a posicionarse nunca en el terreno de lo indie (por demás afectado y, a esta altura, tan convencional como el registro del mainstream). En la escena del primer beso entre Eva y Albert, los dos están en el jardín de la casa de él sentados, relajados, con la fiaca que sigue a un almuerzo de fin de semana, y entre las cosas de las que hablan mencionan los pies: de ellos, de otros. No hay primeros planos, música que marque el tono de lo que se dice (¿es cómico eso? ¿Ridículo? ¿Se trata de un gag previo al romance?), y los pies no van a cumplir ningún rol preciso en la trama, solo hay lo que se ve y escucha: un tipo grandote vestido de entrecasa casi tirado en una reposera y una mujer un poco más elegante que él (solo un poco) recostada en los escalones de la puerta. Los dos se gustan, se tienen ganas, pero por un segundo se olvidan de sus deseos y del suspenso de cualquier relato romántico y hablan de sus pies, de los pies en general. Así descrita la escena puede sonar a impostura, pero la película hace que todo fluya sin que nos demos cuenta. Otra manera que encuentra la directora para sumergirnos en la vida de sus personajes es la de iniciar las escenas con los diálogos ya comenzados y cerrarlas de manera abrupta, incluso cuando la conversación no terminó del todo: con un timing impresionante para la edición, Holofcener nos introduce casi de casualidad en esos bloques de realidad, como si pasáramos por ahí y de golpe pudiéramos escuchar una conversación. Pero la directora es consciente de que necesita una historia que atrape al público con mecanismos y efectos tradicionales (después de todo, Una segunda oportunidad es una película industrial, con estrellas, a la que se le reclama cierta efectividad), así que, para contrarrestar esa cotidianidad que se le cuela permanentemente, la banda de sonido suele recordarnos con demasiada insistencia el clima de cada momento, como si fuera una guía de lectura, un faro que no nos deja perdernos en el mundo pequeño y hermoso de sus criaturas y que nos trae de nuevo al terreno del relato convencional y de sus seguridades. Solo así se comprende la utilización burda de la música cuando Eva y su ex marido despiden a su hija en el aeropuerto: la escena en bruto podría llegar a ser tan dolorosa que necesitamos de anclajes narrativos que nos señalen hasta qué punto tenemos que entristecernos.
Por lo demás, Holofcener es la directora menos cínica del mundo: nos iguala de una forma pocas veces vista con sus personajes, nunca nos hace saber más que ellos ni nos anticipa qué es lo que viene. Cada revés sufrido por Eva lo experimentamos a la par suyo. A su vez, cada conflicto es aprovechado por la película para contar menos un relato lineal que los espacios donde ocurren los hechos: las casas y los lugares de trabajos dicen mucho más de los personajes que los diálogos y son protagonistas de tanta importancia como ellos. Julia Louis-Dreyfus es luminosa incluso en sus momentos menos agraciados y más conflictivos (o lo es justamente por esos momentos) y tiene una de las sonrisas y dientes más lindos del cine. A James Gandolfini y su triste final quizás le debamos el estreno local de Una segunda oportunidad (la extraordinaria Saber dar fue directo a video), además de la que quizás sea la mejor actuación de toda su carrera.